Despedidas: Norma Bessouet
Rodeada del mismo enigma que la arropó hasta el último instante, Norma Bessouet llegó a mi vida gracias a un cruce de senderos que amigos comunes sugirieron, señalaron, instigaron, complotaron. Según Gabriela Aberastury, principal cómplice y generosa urdidora de destinos, era imperativo que Norma y yo nos conociéramos por tres motivos fundamentales: por ser pintores, por ser portadores del raro desarraigo que propina los Estados Unidos y primero y principal por ser“sus» amigos. Mandato de esa artista de raza que se cumplió. Enhorabuena.
Así transcurrieron tres décadas de amistad ininterrumpida matizada mas recientemente por desayunos cortesía de Skype para alegrarnos las soledades y saudades que todo aquel que se fue del terruño conoce y sabe intransferibles. Los mios (miamenses) eran mas soleados, los suyos (neoyorquinos) a menudo nevados, y si el tema inicial era una receta culinaria ya sabíamos que todo estaba bien, era la consigna secreta. En ese rubro, los inventos y hallazgos de Norma (que no comía nada que tuviera patitas y si, de vez en cuando, algo que había tenido ojos), eran dignos de anotar, ensayar y consecuentemente adoptar; de ahí que para mí la Pasta alla Norma dejó de ser la clásica siciliana con berenjenas para volverse Bucatini al caviar (del bueno una vez, del falso varias), fácil, rico y caro pero bueno, como Norma, bien conocida por pintar sólo dos o tres cuadros al año y venderlos carísimos.
Así de pocos, así de buenos, así de caros, las obras de Norma conllevaban una alquimia críptica donde el tiempo, mas que para el común denominador, era parte esencial en la decantación artística. Empezaba de cero e iba tensando, armando, construyendo, mezclando, aplicando, deleitándose, sumergiéndose en el tema abordado. Por unos meses era sólo ella y el cuadro en cuestión y ejecución. Esta suerte de Leonora Carrington porteña siempre huyó de toda moda, paria consciente que nunca dejó de llevar el sello de Borges y consecuentes laberintos, espejos y caminos bifurcados en cada pincelada. Se hace difícil clasificarla, ni surrealista ni simbolista ni del realismo mágico, ni europea, ni latinoamericana ni neoyorquina, ni de aquí ni de allá, exactamente como ella, elusiva, esquiva, misteriosa, aunque con una melancólica impronta inconfundiblemente argentina. Como Marcelo Bonevardi y Liliana Porter formó parte de la tribu de creadores argentinos residentes en la gran manzana, mas solitarios, mas solos, mas aislados de lo que pueda creerse.
En ese “relato del viaje de un alma” como inmejorablemente la definió su amigo Guillermo Roux, Norma andaba y desandaba senderos sutiles, caminos sinuosos y avenidas zigzagueantes impregnadas con una mística propia donde combinaba dos extremos hilados por el conejo de Alicia en el país de las maravillas que adoraba, visiones y sombras de una Ariadna enlazando a las bestias, por un delirante zoológico devocional en procesión frente al mismísimo Khrisna, zoológico donde no faltaron gatos, pájaros y los caballos de Uccello, por carrozas repletas de muñecas calvas, sórdidas muchachas á la Balthus, secretos autorretratos mirando hacia el todo, o niños de rara mirada, los hijos de sus amigos a los que inmortalizó en retratos exquisitos. En esa combinación de lo aprendido en Italia, España e Inglaterra, en lo que absorbió de la gran Aída Carballo después de la Prilidiano Pueyrredón, en las técnicas renacentistas y el paciente amansamiento de cadmios peligrosos, rojos nunca tan intensos ni tan suntuosos, se hallaba Norma Bessouet, la pintora, la artista que tenía venia para entrar sola al Museo Metropolitano de Nueva York y pasarse horas en conversaciones silenciosas con sus amados Brueghel, Hyeronimus y Vermeer, otro que pintó muy pocas, demasiado pocas joyitas.
Así en su órbita siempre serena e igualmente siempre decidida, Norma la persona, era tan simple y complicada que no admitía análisis; como jugando a las escondidas en busca de sí misma hasta encontrarse y volverse a perder; podía ser la eterna habitue del Florida Garden como del mercado de Chinatown, la viajera levitante por la India como curiosa rata de biblioteca, la catadora de vinos como de papeles hechos a mano, la experta cinéfila, la incansable caminadora neoyorquina, la generosa colega, la amiga solidaria, la enamorada del Andrei Rublev de Tarkovsky y de Clint Eastwood, Mads Mikkelsen y Barack Obama, la divorciada de dos maridos que risueña evocaba la famosa que se había quedado con el primero y el desquite con un famoso que quizás cicatrizó la llaga; verdad o fábula tampoco importaba porque se las había arreglado para engañar a la enfermedad que la cercó, desmembró y a la que venía venciendo con agallas insospechadas hasta capitular en la estocada final, inesperada. Norma consecuente con sus obsesiones y suspiros de eterna adolescente seguramente habrá reaccionado fiel al enigma que encarnó, cándida, distante, en su propia dimensión; hasta puedo imaginarla murmurando su frase favorita, la de Bette Davis al final de aquella pasajera tan extraña como ella ”Don’t let’s ask for the moon. We have the stars”.
Norma Bessouet murió en Buenos Aires el 11 de junio de 2018.