Esa maga llamada Barbara
Cuentan que hace décadas una bellísima soprano cuyo nombre no viene al caso entraba a escena en la Opera vienesa mientras un espectador asombrado exclamaba “Y además… canta?”. Algo parecido sucedía cuando Barbara Hannigan hacía su aparición en el podio del Knight Concert Hall del Arsht Center para dirigir y además… cantar, curiosa tarea combinada que desde 2011 provoca asombro de audiencias y colegas. Aquella niña terrible que impactó a la NWS hace unas temporadas con las piruetas vocales de Ligeti como suerte de letal Diana Rigg de Los Vengadores regresó para marcar un hito, sino «el» hito, en la temporada actual.
Fascinante concepto programático y fascinante artista que lo diseñó e interpretó a la perfección. Un literal hecho artístico en forma de concierto que pudo ser la visita a un museo o un banquete con aperitivo, primer y segundo plato y postre, qué postre. Que en un mismo concierto – y en Miami – se den cita Debussy, Sibelius, Haydn, Berg y Gershwin ya es inusual. Que el mismo empiece en absoluta oscuridad para que la sensual flauta del breve Syrinx debussyano invada el recinto misteriosamente; que luego se haga la luz y la directora de cara al público ataque las estrofas de la saga finlandesa de Luonnotar, espíritu de la Naturaleza, madre de los mares y doncella del aire que cansada de las planicies celestes decide bajar a la tierra, también lo es. Y Hannigan cantó este glorioso poema tonal para orquesta y voz poseída como una deidad pintada por Gustav Klimt o Edward Munch. Apenas diez minutos de indoblegable intensidad wagneriana, plena de cuerdas amenazantes á la Parsifal, tan difíciles que las grandes sopranos dramáticas la esquivan; no así la intrépida Bárbara que hace honor a su nombre, soprano lírica casi blanca mas apta para las lides del barroco y la constelación de “inas” que la aborda para domarla triunfante como lo hizo Elisabeth Schwarzkopf, otra lírica, frente al mismo Sibelius en la celebración de sus noventa. Aquí también no se trata de la voz, sino lo que hace con ella.
La Sinfonía 86 de Haydn llegó como un inesperado descanso en el menú, fue un valle amable que limpió el paladar y que en manos de la directora gozó de un vigor tan insólito como inesperado. No sólo vigor, sino luminosidad, rigor clásico, imaginación romántica y ningún exceso, las cuerdas de la Cleveland brillaron sutiles y carnosas.
El plato fuerte fue la Suite de Lulú, esa genial conjunción de cinco piezas sinfónicas que Alban Berg plasmó como síntesis de la mas difícil e ingrata – en todo sentido – de sus dos óperas. La lectura de Hannigan y los Clevelanders fue antológica, densa y transparente a la vez, plena de sórdido erotismo, todavía hoy desconcertante, brutal, angustiante, de soledades y ausencias terroríficas, de un vacío existencial que hubiera enamorado al mismísimo Berg. Por si esto fuera poco, Hannigan – la máxima Lulú del siglo XXI – cantó la imposible canción de la femme fatal con la soltura de kamikaze que la ubica junto a sus ilustres predecesoras: Evelyn Lear, Anja Silja y su compatriota Teresa Stratas. Cada instrumento un personaje mientras Lulu, otro “Espíritu de la Tierra”, abría la Caja de Pandora, murmurando las últimas líneas del Liebestod bergiano: “Mi ángel…mi ángel”.
Con la Suite de Girl Crazy, Hannigan probó que esta chica de loca no tiene nada, sino que posee una cordura preclara al haber hilado, junto a Bill Elliott, estos temas que la mostraron a sus anchas con una impostación vocal diferente (levemente amplificada), exacta en estilo y espíritu, incluso haciendo corear – y en canon – a los felices miembros de una orquesta distendida que sonó con brillo y opulencia paradigmáticas hasta dejar al público a sus pies. Como con aquella otra maga, Carmen, Hannigan probó que «Le charme opère…»
Vaya un crédito a la Orquesta de Cleveland cuyo Talón de Aquiles en sus temporadas miamenses ha sido la programación, renglón que este año se ha visto subsanado y mejorado con este concierto y la Segunda Sinfonía de Mahler.
Conclusión: talento libre y fresco, humilde y encantador, irresistible e inimitable, un nutritivo torbellino de energía con la voz como instrumento al servicio del arte, a sus jóvenes 47 años, encarna la cantante del siglo XXI par excellence. Atrás quedan matronas endiosadas y divas pasadas de moda, ésta destila sencillez, pasión, responsabilidad y una femeneidad envolvente que podría remitir al das Ewig-Weibliche de Goethe. Ese eterno femenino transferido a la dicha de hacer música que prueba una y otra vez que no hay nada como la música en vivo para sentirse vivo, “Who can ask for anything more?’”.