TRIBUTO: China Zorrilla, que viva quede en la muerte

 

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Es el obituario mas temido, el que siempre supe que algún día iba a escribir. Por mí, por ella, por nosotros. Más que una confidencia, un deber. Mi deber. Porque China fue “en el buen sentido de la palabra buena”. Porque cuando la hicieron, tiraron el molde.

Charrúa hasta la médula y algo francesa. Tan francófila que de porfiada nunca había visitado Alemania ni había visto una ópera de Wagner y no por miedo a quedarse dormida, era del bando Verdi-Puccini y temía a ese Liebestod  de Isolda que enamoraba a su padre. Aquella voz inconfundible delataba la cadencia del primer idioma que aprendió en París, cuando don Miguel de Unamuno jugaba con la niña del eximio escultor a recortar palomitas de papel, la misma que cuando no la llevaban al circo se retorcía en el suelo pataleando, rasgándose las vestiduras al grito de “Je vais mourir a l’instant!”. Tan francesa que la Legión de Honor llegó quizás no sólo a premiar su talento, sino también su lealtad.

 “Descubrí” a China en El Tobogán, pieza emblemática de su amigo Jacobo Langsner. Le hacía sombra a Ibañez Menta y a la mismísima Inda Ledesma. ¿Quién era esa actriz prodigiosa que se robaba el show?. La misma que luego en el teatro deslumbró a mi madre y a mi hermana. Muerto de curiosidad fui la noche siguiente. 28 de octubre de 1972, Teatro del Globo. Después de la función, me vio sentado solo en la platea y bajó del escenario a conversar. Nos hicimos amigos instantáneamente pero no nos volvimos a ver hasta cinco meses después. Estaba en la puerta del teatro Blanca Podestá donde protagonizaba Una corona para Benito, también de Jacobo. Parecía estar esperándome, al verme exclamó “Pero cuánto tardaste!”. Fue un turning point que marcó mi AC y DC personal.

Gracias a China, mi vida pasó de blanco y negro a technicolor.

Y se convirtió en mi segunda madre. Muy campante presentaba a la que me parió como “la madre de mi hijo”. Y cuando la verdadera murió, llamó para decirme “No será gran consuelo pero te queda la otra al pie del cañón”. La misma que cuando vió mis pinturas preguntó “Qué harías si pintando ganaras plata?”. Y como respondí “Compraría más telas y colores” empezaron a llegar telas y colores puntualmente a mi casa hasta que tuve que decirle «basta!». La misma que compró un cuadro y por supuesto, se olvidó de pagar. La misma a quien nunca le alcanzaba el dinero porque vivía repartiéndolo a diestra y siniestra pero encontraba miles de dólares dentro de un libro y llamaba preguntándome si no sería la devolución de los que le había prestado a un taxista en apuros. Generadora de tragedias y comedias que duraban minutos; estar cerca de la torrencial China era subirse a una montaña rusa.

Yo tenía 16, ella 50 y una distinción clásica, imponente, distinta para la gris Argentina de los setenta. Una cara escultórica, la de todas las estatuas de su padre, y una mirada de águila que podía, si quería, decirlo todo. Hoy recuerdo nuestras largas charlas en su mínimo apartamento de la calle Uruguay que se me hacía inmenso y donde nunca sabía con quien me iba a encontrar, era un desfile de celebridades y don-nadies, todos atendidos democráticamente con el mismo esmero. Podía ser su genial primo el escultor Zalo Fonseca, David Stivel con Bárbara Mujica rogándole que aceptara hacer Virginia Woolf, Manucho Mujica Láinez divirtiéndonos con su sorna impagable, sus sobrinos y el fútbol vivido como tragedia uruguaya, Tita (Tamames) y Rosita (Zemborain) tramando algún espectáculo, o una monja versus un comunista discutiendo teología y China, eterno árbitro pacifista, repartiendo gazpacho a diestra y siniestra para apaciguar los ánimos. Y de postre, crepes al limón.

Aquel microcosmos mágico estaba flanqueado por dos postulados que la definían: War is not healthy for children and other living things y Velar se debe la vida de tal suerte que viva quede en la muerte. Regaba sus plantas, tejía y cosía (“Por qué no cumplí el sueño de tener una mercería!”), cantaba “a dúo” con Edith Piaf e Ivonne Printemps, aporreaba Bach al piano o me espeluznaba con el grito trágico que en la Royal Academy le había enseñado la legendaria Katina Paxinou mientras yo rezaba para que los vecinos no llamaran a bomberos y ambulancias.

Podría escribir un libro de anécdotas, códigos, de mis viajes con China. Desde aquel primero a Montevideo y la presentación a sus cuatro hermanas cuasi valquirias en el torreón bergmaniano de Punta Carretas; todas con la misma voz estentórea, capitaneadas por Brunilda (AKA su madre): “No me llame Bimba; soy Yaya, usted es nieto, entendió?”. Igual que la Bimba, perdón, Yaya, China me ordenó, “Cada vez que pises Estados Unidos pensá en mi, ese lugar donde fui tan feliz”. Y aún hoy, Nueva York “es” China y aún hoy, tomo el mismo café que ella tomaba en su apartamento del Village.

Amaba la comida china, que me hizo descubrir y que había descubierto gracias a su amado Danny Kaye, y la japonesa, que descubrimos juntos; recitarme el aria de Magda Sorel  de El Cónsul (What is your name? My name is woman, Age?, Still young, Colour of eyes?, The color of tears…) salpicada con Pirandello o Dante Alighieri y Mon coeur s’ ouvre a ta voix mientras, en su nulidad culinaria preparaba exquisitos tallarines carbonara para acabar feliz lavando platos y luego volar al teatro con un pañuelo en la cabeza cual refugiada soviética escabulliéndose entre el público que esperaba la función. Esta combinación única de Noel Coward y García Lorca se divertía tanto en la vida como en escena, y me divertía. Tanto. Frívola efervescente o de una profundidad conmovedora, China era todo contraste. Con virtudes y defectos, un ser humano inmenso, con todas las letras. Así como esa confianza que depositaba en los demás, era una adicta compulsiva a hacer el bien, era mas fuerte que ella.

China es Cantando bajo la lluvia, que vi incontables veces junto a su adorada (y adorable) hermana Gumita refugiándonos del verano porteño mientras las dos cantaban y repetían los diálogos de memoria. China es la premisa de ser buen público (aunque se quedara dormida, tenía un sexto sentido), es tantas matinees en cines y teatros, buscándome, subiéndome a los taxis, cargándome y plegando mi silla de ruedas. No se cómo lo hacía, habrá recurrido a lo que había aprendido como enfermera samaritana en los hospitales de Montevideo. China es esa carta que escribió a Páez Vilaro que la pinta de cuerpo entero (**). China es la chaperona de la entonces desconocida Helen Mirren paseándola por Buenos Aires. China es jugar a la telepatía en el Edelweiss para que medio restaurant termine jugando con nosotros tratando de averiguar «nuestro secreto». China es la primera vez que nos peleamos y una inolvidable lección de grandeza: “Prefiero la coca-cola al champagne pero tenemos que brindar con champagne para festejar como se debe… una primera vez”. O aquella carta que conservo donde me escribió pidiéndome perdón no recuerdo por qué tontera, sólo había escrito cien o doscientas veces «Perdón«.

Ví cómo la envidiaban. Sus colegas, y sus amigas colegas y las colegas que se decían amigas y claro, las que no la podían ver. Era comprensible. Pura intuición, este rara avis tenía una facilidad innata – «la Sheñorita Shorillia tiene shus recurshos» mandoneaba Margarita Xirgú – siempre con un as en la manga, como una diva rematando con un Do inesperado o un mago sacando el conejo de la galera. Sin embargo, aquel torbellino de talento pudo llegar mas lejos, pero era pudorosa, tímida enfermiza, y no le creían. Yo si. Estoy seguro que de haber encontrado el director que la hubiese puesto en vereda habría ganado un merecidísimo Oscar.

No comulgaba con actores demasiado intelectuales (“Si soy actriz no tengo que ser puta para saber cómo hacer de puta”) y cuando quería, era la mejor; aquella que en París a la pregunta de John Huston “Qué clase de actriz es usted?” respondió “de las buenas”. Esta mezcla vernácula de Angela Lansbury, Maureen Stapleton, Bette Davis y un dejo de Vivian Vance, sumaba talento, intuición teatral y una cultura que había mamado de un entorno privilegiado. Como aquellas, en más de una ocasión el personaje superaba a la actriz, pero cuando ésta ganaba, como con Margo Channing, “había que ajustarse los cinturones”.

Y tampoco inventaba las anécdotas en su haber. Las atraía, como el ojo del huracán. Es verdad que fue protagonista de un milagro en España. Es verdad que Serrat le cantó a solas en Nueva York. Es verdad que un espectador se murió de risa viéndola actuar. Es verdad que fue chofer de gente que no conocía en una Navidad porteña donde no tenía adonde ir. Le pasaba todo y mas. China es verla horrorizado meterse entre dos pandillas miamenses queriendo hacer las paces. China es desmayarme de risa recitando Lorca como la Xirgú – «No me importa naaaada, naaada de na-da… bendita sea la iuvia porque mojaaaaa la cara de losh muertosh…!»– mientras manejaba errándole a todas las autopistas floridanas o espetarle al empleado de la aerolínea que había perdido su valija “Señor, soy generalmente buena pero tengo un día del año en que soy malísima y creo que hoy me toca”. El empleado preguntó “Que había dentro la valija?”. “Solamente un oso de peluche fucsia”. Pausa chinesca. “No estoy loca, soy actriz.” Es la misma despistada que se arreglaba el pelo en el monitor durante los Almuerzos de Mirtha Legrand sin darse cuenta que estaba en el aire, o peor, que se esguinzaba el pie derecho vendándose el izquierdo durante días. Soy testigo.

Comiéndonos aquel único pejerrey que pescamos un invierno en la Laguna del Sauce o «aquella» langosta en Key West, le imponía cruentos regímenes para adelgazar; los matizaba con desmesurados puzzles que tardábamos días en completar (sus sobrinos y yo eramos los puzzleros; canasta y  backgamon era propiedad de otros) en mi apartamentito de esa somnolienta Miami que ya no existe. Alli, mientras tapizaba mi  sofá o sacaba a pasear a mi labrador “nacieron” – otra vez, gracias Jacobo – la Elvira de Esperando la carroza y la anciana Mercedes de Besos en la frente enamorada de otro Sebastián. Aquella tórrida noche de ventanas abiertas, China me leía la obra y a sus gritos “Te amo Sebastián, se que soy una vieja loca pero te amo!” hubo veloz cierre de ventanas para que los vecinos no imaginaran lo que no era…. Porque China era un lujo secreto, como aquella tarde en que entró un amigo y al verla, atónito me dijo “Esta sí que te la tenías guardada” y China tejiendo (pulóveres de lana… en Miami!) a velocidad supersónica y sin levantar la vista agregó “Y lo que no sabés es que en el placard tiene guardada a Carolina de Mónaco”.

China fue tan querida como incomprendida, malinterpretada, castigada. Me consta. En Argentina y en su entrañable Uruguay. Juntos lloramos su prohibición y aquellas amenazas demenciales. Inolvidable aquella función teatral en Montevideo a la que asistió estando prohibida, inolvidable por aquel murmullo de la audiencia que al verla empezo a corear «China, China», murmullo transformándose en clamor y luego ovación a la injustamente proscrita. Pero Los dientes del perro era su credo y En paz de Amado Nervo su epitafio elegido (*) . Navegaba por la vida con una confianza en el prójimo e inocencia a toda prueba; políticamente crédula hasta el engaño, feroz demócrata, eterna optimista, justiciera y leal como el perro del horóscopo chino que era. Y cuando tenía que ladrar, ladraba.

Nunca criticaba pero podía pintar a alguien con un pincelazo mordaz y matar una mosca con un martillo. Quienes la resistían en vez de aprender, de disfrutarla, se perdían un personaje único. Yo no. Y le reprochaba no haberse metido con ciertos clásicos teatrales que nunca llegaron, que quedaron en el tintero. Después se pasó la hora, se cansó, la popularidad y mediocridad reinante hicieron el resto y terminó bajando los brazos.

Y cuando su memoria empezó a fallar y mi mágica China a desaparecer, a irse de a poco, yo la testeaba con un versito de Campoamor que recitaba de niña. Turnándonos cada línea comprobaba su lucidez: «¡Alto al tren! / Parar no puede. / ¿Este tren adonde va? / Caminando por el mundo, en busca del ideal. / ¿Cómo se llama? / Progreso. / ¿Quién va en él? / La humanidad. / ¿Quién lo conduce? / Dios mismo. / ¿Cuándo parará? /Jamás»

Imposible agradecerle su incondicionalidad o el no estar de acuerdo pero apoyarme igual, otra vez su ponderado Voltaire. Tenía la virtud (o defecto) de hacer sentir a todos y cada uno, su mejor amigo. Otros se atribuyeron ser sus “hijos”, creo que fui el único. Y es mi única herencia. La última vez que hablamos en su brillantemente disimulada confusión dijo “No te vayas a olvidar de mi”. Cómo?. Hoy, a la hora del adiós, repito nuestra clásica despedida aunque ahora sea por última vez: “Y con esto y un biscuit, hasta mañana a las huit..”.

* Concepción Matilde Zorrilla de San Martín Muñoz Del Campo.14 de marzo de 1922, Montevideo-17 de septiembre de 2014, Montevideo.

(*)

Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;

porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;

que si extraje las mieles o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales, coseché siempre rosas.

…Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno.

Hallé sin duda largas las noches de mis penas;
mas no me prometiste tan sólo noches buenas;
y en cambio tuve algunas santamente serenas…

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
Vida, nada me debes. Vida, estamos en paz.

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(**)

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© Sebastian Spreng

 Una versión editada se publicó en el diario Ambito Financiero de Buenos Aires