Anna, de la estepa a la pampa

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El amor es ciego y por lo tanto, toda ecuanimidad es difícil de ejercer. Peor aún sumado al poder de la música cuando encarnada en el canto lírico resulta en tsunami de pasiones irrefrenables, literalmente «ciegas». El mismísimo fútbol empalidece ante las huestes que entronan o denuestan a las vestales de la ópera; en ocasiones hasta la crítica puede obnubilarse. “Para escribirlas debe esperarse a que las aguas se calmen y pase el efecto arrobador de la función” sugería un notable crítico teutón, detalle hoy sepultado por la avidez instantánea cortesía del internet que impide tomar distancias.

El gran Teatro Colón de Buenos Aires se ha caracterizado por reflejar la situación del país condensada en un microcosmos de espléndido marco. Ha soportado estoicamente desde bailes de carnaval y actos proselitistas a recientes adiciones como conciertos de rock amplificados, desfiles de modas, banquetes, convenciones y otros “eventos” que no contribuyen ni a al propósito, ni al prestigio del mas grande y bello teatro del hemisferio sur, quizás del mundo, dueño de superlativa acústica entre sus pares, raro privilegio y otra responsabilidad más a delegar como misión a sus regentes. Tampoco es la excepción en cuanto al comportamiento del público actual que ha hecho lugar común de la ovación de pie, del aplauso entre movimientos o del bisado de un aria, mientras los veteranos habitués sin derecho a chistar, algunos han claudicado sumándose a esta costumbre que cunde en todas latitudes. Por suerte y por ahora, el abucheo de moda en Europa no ha llegado hasta el Colón, aunque en algunos casos no vendría nada mal.

Para salpimentar su colorida historia, el primer coliseo argentino ha servido esta temporada como puerto de amparo para artistas que en otros teatros y por diversas razones han sido cuestionados (sean o no veraces las acusaciones), hallando en su escenario un paliativo a sus penas (y bolsillos) y disfrutando de un público fervoroso que los ha recibido reivindicándolos como si nada hubiera pasado, o como si nada hubiesen dicho o hecho. La música no debe mezclarse ni con la moral ni con la política aunque haya casos en que la misericordia pueda pecar de indulgencia.

Si lejos estan los días en que Elisabeth Schwarzkopf con elegancia sin par bajaba la tapa del piano para indicar que el recital había concluído o Régine Crespin con dos dedos se cerraba los labios en pícaro “c’est fini”, más lejanos están aquellos en que la ilustrísima Lotte Lehmann -yéndose de Alemania después de rechazar de plano los ofrecimientos y privilegios que le ofrecía el régimen mas infame- instauraba las reglas de cómo comportarse en recital: prioridad al canto y al “menos es más”. No en vano otro gigante como Horowitz alertaba “Todo, siempre y cuando sea con buen gusto”.

Se sabe que, con honradas excepciones, el público del Colón tiende a preferir voces grandes y caudalosas; otra razón del buen recuerdo dejado por Nilsson, Turner, Cossotto, Stignani, Crespin, Dimitrova, la Callas en 1949. Es éste también otro motivo del éxito cosechado por Anna Netrebko, dueña de un instrumento poderoso y especialmente redondo, auténtica rareza entre las voces de su tierra.  La visita de la diva en cuestión coincide con un desatino que le ha costado prohibiciones y condena internacional al manifestar su apoyo incondicional al líder ruso, su benefactor, con la guerra de Ucrania para luego empeorar su apresurada declaración al tratar de retractarse en un quedar bien con Dios y con el diablo que le granjeó cancelaciones hasta en su propia patria. Vale entonces recordar que al fin de la Segunda Guerra, estrellas como Schwarzkopf (por pertenecer al partido) y Flagstad (su marido colaboró con los nazis) tuvieron problemas para retomar sus carreras, otras como Germaine Lubin, la máxima soprano  francesa e “Isolda favorita” de Hitler, vió terminada la suya. Desde ya, no es el caso de Netrebko que hasta ahora logra evadirse apelando a su naturalidad con frivolidades que poco condicen con la terrible situación de ambos bandos.

No obstante, el fraternal Colón la acogió con brazos abiertos, festejándola, demostrándole un afecto que no deberá olvidar jamás. Ni una voz de discordia, sólo un manto de silencio, al fin y al cabo la guerra queda lejos y las batallas no se libran en un escenario. Y entonces que mejor diva que Tosca, papel que le va como guante a toda diva que se precie de tal y que ella encarna histriónica e imperiosa despachándose a Scarpia y a Mario sin el menor esfuerzo. Ceñida a la marcación de una puesta de ópera, Netrebko puede satisfacer las expectativas, con su canto generoso basta y sobra. Y así lo hizo.

En recital la historia es otra, especialmente cuando aprovecha la indulgencia que garantiza su carisma para ofrecer despliegues cuestionables. A diferencia de Piotr Beczala, tenor que ejemplifica la gran tradición, canto y señorío probados en ese mismo escenario esta temporada, la soprano tiende a desbordes donde «borra con el codo lo que escribió con la mano». Se permite candelabros à la Liberace, repetir a sus cincuenta lo que deleitaba con la frescura de la juventud (y muchos kilos menos), descalzarse y bailar como poseída no sólo en su aria sino en un Granada cantado partitura en mano (!) por su consorte, un tenor meritorio que tratando de igualarla va puliéndose con el tiempo, mientras revolea españolísimo mantón. Lo que antes pudo quedar como refrescante desenfado, hoy es automática rutina con ribetes de mal gusto.

Mas allá de estas observaciones que sus encandilados adoradores no podrían siquiera plantearse, aparecen ciertos reparos a su canto que viene acusando cansancio y recursos poco espurios. Aquella maravilla de juventud empieza a declinar sin adquirir virtudes que otras añadieron para compensar el implacable paso del tiempo. La voz perlada, cremosa y opulenta empieza a mostrar amplio vibrato, en instancias errática o efectista, acude a sus hipnóticos pianos para borrar cualquier objeción.

Es innegable que Netrebko es una artista importante y valiosa pero su show en un teatro insigne como el Colón no le hace bien al género como tampoco la incondicional condescendencia de novatos y sazonados. Pero, el amor es ciego, y no hay peor ciego que el que no quiere ver.