Adiós Renata irrepetible

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Irrepetible, con ella tiraron el molde. Hubo voces mas espectaculares, mas tersas, mas bellas, mas cremosas, mas dramáticas, no obstante Renata Scotto, que acaba de fallecer a los 89 años, dejó su impronta tan significativa como polémica al ser una soprano básicamente lírica que supo aprovechar el filo de su voz para obtener un dramatismo inconfundible, que rasgaba, que hería, que dolía. Alquimista nata transformó lo que pudo ser un defecto en virtud. Quizás fue la única entre las de su cuerda de sopranos líricas que fue un “gusto adquirido” (también fue Callas), había que acostumbrarse a tanta fiereza en un cuerpo tan pequeño que se agigantaba en escena en los setenta papeles que abordó a través de cuatro décadas de trayectoria.

Debe decirse que Scotto se hizo a si misma, en eso también reside su modernidad, a fuerza de férrea voluntad, inteligencia aplicada y devoción absoluta al compositor. En su metamorfosis asombrosa, ejemplar, perdió muchos kilos de más para lucir como una esbelta actriz de teatro que cantaba… y cómo!. Scotto apuntaba claramente al modelo de cantante-actriz, creíble en escena aunque en el proceso sacrificara cierta pureza vocal. Musicalidad, timbre, homogeneidad y morbidezza, fue un referente absoluto del belcanto romántico, las tiernas Amina, Adina, Norina y Liú, sus reveladoras Gilda, Violetta, Lucia, Margarita, Desdémona, Zaira, Giulietta y La Straniera crecieron hacia papeles mas dramáticos que dividieron y conquistaron, pese a detractores y un instrumento tensado al máximo que en instancias se volvió ingrato. Con dos décadas de carrera, aquella sensacional Elena de Vespri en el MET de 1974 cambió su rumbo para siempre convirtiéndola en la reina del teatro neoyorquino en la década del setenta. Entre bravos y algunos ceños fruncidos se atrevió a añadir Leonora, Amelia, una deslumbrante Elisabetta de Valois, Luisa Miller, Gioconda, Adriana Lecouvreur, Anna Bolena, Imogene, Vitellia (intensa aunque tardío Mozart que lamentó no haber cantado antes), Francesca, Lady Macbeth y el desafío máximo: Norma. De la mano de Riccardo Muti reconsideró las mencionadas además de grabar – con Kraus – una Violetta otoñal pero nunca tan fiel a la partitura y hasta grabó la feroz Abigail de Nabucco.

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(Photo by Ira Nowinski/Corbis/VCG via Getty Images)

Temeraria, aguerrida, demandante, se consumía en escena, no había resquicio de su cuerpo que no estuviese ocupado por música. El genio de Scotto se aprecia en la resolución de las frases, en cómo deslizaba el texto hacia las notas, engarzándolo en un filigrana sedoso y en la importancia del recitativo beneficiado por su exquisito italiano líquido. Decía “mi modelo es el compositor, las pausas son música para tensar la acción entre escena y audiencia. Hay que cantar diciendo la verdad, controlando el personaje, eso sí: primero el personaje, la música viene sola. Se puede tener mucha voz pero si no hay cerebro…”.

Italiana hasta la médula profesaba una rigurosidad teutónica hacia la música, era soldado severo, una maestra que nunca dejó de ser alumna, mas que “umile ancella” fue apasionada esclava. Cualidad que se aprecia en el legato perfecto, en cada palabra pensada, pintada, matizada y expresada a través del canto, a la manera de una Schwarzkopf a la italiana, tan obsesa por plasmar el come scritto como su colega prusiana. Investigaba y sabía de cada uno de sus compositores tanto que cuando se referia a ellos parecían parientes cercanos. Belliniana de raza que amaba y respetaba a Verdi como a un padre aunque su alma estuvo ineludiblemente asociada con Puccini. Salvo Minnie y Turandot, encarnó todas sus criaturas. Desde su definitiva Butterfly que paseó por el mundo (y terminó dirigiéndola incontables veces) a una Mimi conmovedora, Manon, Liù, Musetta, Tosca, Fidelia, Anna, Magda y aquel tour de force antológico de las tres protagonistas del Trittico en una noche que conquistó nuevos adeptos al género: Lauretta, Giorgetta y Suor Angelica, y que el MET debería editar pronto. Coincidentemente, en la semana de su deceso se anunció el fin de Opera News, la publicación metropolitana infaltable de los habitués neoyorquinos. 

Si sus maestros musicales fueron los ilustres Gavazzeni, Serafin, Votto, Gui, y mas tarde Muti, Maazel y Levine, sus directores de escena preferidos, fueron nada menos que Visconti, Pizzi, Faggioni, Ronconi, Menotti y en especial John Dexter (“Que en Don Carlo me enseñó a ser una reina: no mires a nadie, una reina no mira, la miran”) y no olvidar a  Raf Vallone. Eterna admiradora de Miguel Fleta y Fritz Wunderlich, si se le preguntaba que falta en la ópera exclamaba “Tenores!”. Y habia cantado con “todos”, desde sus idolatrados Carlo Bergonzi y Alfredo Kraus (que salvó su carrera enviándola a reeducarse vocalmente con la célebre Mercedes Llopart) a “Los tres tenores” (con cada uno fue memorable pareja escénica y con uno tuvo un famoso entredicho), a Vickers (que temía), Aragall, Tucker, Gedda, Del Monaco, Corelli, Raimondi, Di Stefano (a quien sopapeó en escena por desobediente), es decir, todos.

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Como integrante de la nueva generación sucedió a la gran Renata (Tebaldi fue La Wally en su debut escalígero de 1954 en el que como Walther, «Renatina» se robó la función saliendo a saludar dieciseis veces) y a Callas a quien unió admiración total, y a  la postre su consagración internacional cuando debió reemplazarla en La sonnambula de Edimburgo en 1957, amén de alguna desavenencia que le ganó el inmerecido odio de los “Callistas” que la demonizaron. Pero “Renatina” no fue una segunda Tebaldi ni una segunda Callas, sino una primera Scotto. Diferentes, igualmente rigurosas, ardiendo con sus voces indomables; una griega, la otra italiana, ambas dóciles e ingobernables a la vez, supremas vestales del canto.

Antes de retirarse de las tablas para dedicarse exitosamente a la dirección escénica y la enseñanza (entre sus discípulas se cuentan Radvanovsky, Netrebko, Dessay, Pirozzi y en el último tiempo, especialmente Rosa Feola) su espíritu imbatible la empujó a abordar papeles inesperados con los que ganó mas respeto y prestigio: La voz humana de Poulenc, Erwartung de Schöenberg, Kundry de Parsifal (“No por nada Wagner pide belcanto!”), La Médium, una Mariscala memorable de la que estuvo orgullosa en superar el desafío y una última Klytämnestra que no la dejó satisfecha sin olvidar su Charlotte de Werther y Fedora. En el tintero quedaron sus ansiadas Maria Boccanegra, Tatiana y Carmen; asimismo su público esperó en vano dos personajes a los que pudo darles lustre inusual, la Priora de las Carmelitas y la Condesa de Pique Dame. 

Y así la hija de la modista Santina (y su Mimí seguramente se inspiró en ella) y del policía del pueblo, que empezó cantando a los cuatro años en la mesa familiar, para instalarse en la ventana cantándole a los sorprendidos transeúntes que le regalaban caramelos y hasta a los peces – “mi primer público!” – cuando su tio marinero y operómano la llevaba a pescar, el mismo que la llevó a ver su primera ópera –Rigoletto con Tito Gobbi, que decidió su vocación y con el que años mas tarde cantarían juntos –  pagando sus estudios en Milan, custodiada por monjas en un convento hasta los veinte y soñando con algún día cantar en La Scala… El resto es historia.

Vaya entonces esta humilde semblanza, apreciación y agradecimiento eterno, ahora sí, a la última de las grandes divas italianas de posguerra que cierra un capítulo inolvidable en la historia de la ópera .

  • Renata Scotto,  24 de febrero de 1934, Savona – 16 de agosto de 2023, Savona

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Tuve la fortuna y privilegio de conocerla casi por casualidad, y el Colón volvió a operar su inveterada magia. Habia dirigido Tosca en Miami, en el teatro me escuchó hablar castellano y me abordó espontáneamente con los brazos abiertos “Argentino!… Ay ay ay, ese divino Colón, mi amado Colón”. Ese Colón que estalló en una ovación a telón abierto ante su “Ah… mascordata!” de la Butterfly en su debut de 1964, ese Colón que disfrutó de su Gilda, Giulietta y otras visitas posteriores, me abrió las puertas de este personaje fascinante que se convirtió en amiga entrañable. Bien entrada en años, la poseía una juventud envidiable, una energía contagiosa, no perdía la capacidad de asombro, podía tener cien como cinco años en su refrescante e inagotable manantial de sabiduría.

En una oportunidad, con humildad enternecedora me pidió  verme pintar con la promesa de no interferir ni interrumpir, sólo quería ver el proceso. Asentí con la condición que luego me cocinara. El pacto funcionó. Renata era un felino al acecho de su presa, absorbiendo como esponja cada pincelada. Luego llegaron las preguntas en catarata y por fin su banquete prometido. Los manjares – léase una tarta de alcahuciles sublime, risottos, pescados, bolognesas con un ingrediente secreto que logré robarle, lo que fuera, hasta la humilde polenta cobraba categoría de ambrosía real en sus manos – se hicieron moneda corriente. Salí ganando. Verla cocinar era como verla cantar, de una concentración y presición apabullantes para una comida simple, esencial, exquisita, «italianisimamente» perfecta.  

Renata no dejaba de sorprenderme. Apasionada cinéfila, ávida espectadora, lectora insaciable que seguía profundizando en Pushkin, Shakespeare y Dante, que admiraba el canto de Ponselle y Magda Olivero tanto como el de Judi Dench, Mina o Mercedes Sosa (“Mamma mia, que dulzura de voz!”), insistía que le hablara en castellano para practicarlo y lo hablaba con dolcezza inolvidable; me habia “bautizado” Don Alonso, como el falso profesor de música del Barbero de Sevilla, porque la rescataba de sus metidas de pata con la computadora y había inventado un juego que se transformó en código: me desafiaba arrojándome una frase de alguna ópera que yo debía identificar y responder al instante para luego yo cambiar de ópera y ella adivinar y responder. Me devanaba los sesos pero aprendía divirtiéndome.

Era un divertimento menos dificil que el de adivinar que nota musical daban diferentes monedas cuando las arrojaba al piso, esas sutilezas sólo las captaba el buen Lorenzo, su marido violinista que la acompañó hasta su muerte en 2021.  El mero recuerdo de verlos jugar con inocencia y alegría de niños hoy conmueve mi fibra mas íntima con la certeza de una era que se ha ido para siempre.

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