Hvorostovsky y Rigoletto, presagio del final
Paradójico que la despedida discográfica de Dmitri Hvorostovsky haya llegado con Rigoletto, el mas inmenso y arduo de los roles verdianos para barítono. Un papel en su complejidad equiparable a Hamlet y que requiere la plenitud absoluta de cada faceta artística tanto vocal como interpretativa. Rigoletto es el bufón, el padre, el lisiado, el resentido, el maldito, aquel que no puede resolver su destino, aquel que se condena a sí mismo perdiendo lo que mas quiere. Se humilla, se arrastra, se venga, clama, sufre en carne viva la felicidad que perdió, es -en resumen- el mas patético y triste de los personajes de su cuerda. Para interpretarlo hay que, literalmente, encarnarlo; hay que construir un titán a menudo desagradecido fácilmente eclipsado por el tenor a cargo del Duque de Mantua y si no, alguna Gilda que sepa borrar las obviedades de un papel donde lo banal está a cada paso (o nota).
A estas alturas cabe preguntarse si vale la pena otro registro de Rigoletto. No si se pretenden superar, o equiparar, estándares del pasado. Es en esta ópera donde la carencia del hoy practicamente extinto barítono verdiano emerge sin solución, tratar de emularlos sería una tarea imposible. Los fantasmas están a la orden del día, aquellos que lograron fusionar voces redondas con el histrionismo trágico inherente al personaje. Y cuando prevalece la faceta interpretativa se ve cómo los máximos exponentes no han tenido voces esencialmente bellas, basta con la ferocidad de Tito Gobbi, la inteligencia de Dietrich Fischer Dieskau, la bravura de Sherrill Milnes y Giuseppe Taddei para salir triunfantes. Entre sus contemporáneos, quizás sólo Cornell McNeil en plenitud logró aunar ambas facetas. Por otra parte las extraordinarias voces de Bastianini, Bruscantini, Cappuccilli y en esta era los astutos Bruson y Nucci, han dado lustre al personaje. En esta última vertiente se instala Dmitri Hvorostovsky quien lo cantó en Londres y Nueva York, afianzándose poco a poco como dignísimo representante del bufón. El registro tuvo lugar con el barítono ya enfermo del cáncer que provocaría su deceso el último noviembre a los 55 años, edad de madurez vocal y artística de todo gran cantante. De hecho, Hvorostovsky en los últimos años de su vida venía evidenciando un notable crecimiento artístico, crecimiento que se refleja en este Rigoletto, registro póstumo y obligatorio para sus admiradores. El bufón herido de muerte en su orgullo – y en la vida – es el vehículo ideal para la redonda sonoridad del siberiano, quizás un instrumento demasiado lírico para reflejar tanto dolor y angustia. Hvorostovsky se transforma, rasga su voz, acude a la expresión cruda, deja de ser el príncipe de los barítonos para convertirse en el hombre frente a su destino. Ya no está en absoluta posesión de sus medios, la vida misma lo enfrenta con su final cercano y pelea, su “Parisiamo” define mejor que nada el carácter del registro y “Cortigiani, vil razza dannata” evoca a la paradigmática conclusión de Falstaff y su “todo en el mundo es burla”. Mensaje último del compositor y aqui, parecería del barítono cuya escena final lleva una impronta de tristeza incontenible. Hvorostovsky se rebela y lamenta su destino, como Onegin, como el pobre Rigoletto. Es una despedida brutal e inolvidable.
Si el barítono es el indiscutible centro y atracción de la edición, agrada la homogeneidad del elenco que lo secunda y de una orquesta y coro inesperadas que rinden fervorosas. El trabajo del habitual compañero de “Dima”, Constantine Orbelian escapa a la rutina, conlleva un toque diferente al igual que la orquesta de la ciudad lituana de Kaunas. Es un proyecto “boutique”, y se nota, tanto como para hacerle frente a sellos discográficos mayores.
El duque de Francesco Demuro es otra buena sorpresa amén de algún excesivo fervor e intensidad que no amaina; aunque lejos de la elegancia de un Kraus, Bergonzi o Gedda o la luminosidad de Pavarotti, cumple con creces y se afirma como un nombre a seguir. Asimismo Nadine Sierra tiene en Gilda una espléndida carta de presentación que la ha llevado de Miami y Seattle al Metropolitan y la Scala. Merecedora del Premio Richard Tucker 2017, la soprano floridana compone una Gilda feliz en el extremo del registro, segura y esmaltada, angelical en Caro Nome, sin ñoñerías sino decidida al sacrificio. Oksana Volkova y Andrea Mastroni son una siniestra dupla Sparafucile-Maddalena que completan eficazmente el quinteto protagónico.
Sin desbancar a los clásicos de Gobbi-Callas-Distefano-Serafin, Fischer Dieskau-Scotto-Bergonzi-Kubelik (o en su defecto Bastianini-Scotto-Kraus-Gavazzeni) y Milnes-Sutherland-Pavarotti, el presente registro convence gracias a un dramatismo que escapa al universo musical para tocar la puerta de la trágica realidad.
*VERDI, RIGOLETTO, ORBELIAN, DELOS DE3522