De paseo con un tal Monsieur Satie
Salido de un Magritte todavía sin pintar, armado de paraguas y sombrero érase un señor que “antes de componer salía a dar vueltas acompañado de sí mismo” . Se le atribuyen muchos cuentos y otros que no lo son. De Monsieur Satie se dice que sólo comía comida blanca, omelettes de treinta huevos y que una vez ingirió 150 ostras en un solo almuerzo; que fue asesor artístico de la secta Rosacruz, que siguió al críptico Sar Péladan y que cuando se aburrió fundó su propia iglesia: la “Eglise Metropolitaine d’Art de Jésus Conducteur” de la que fue su papa y único feligrés.
Nada ficticio y muy satisfactorio, Satiesfictions juega a abordar su retrato en DVD al estilo del francés. Es el planteo de Anne-Kathrin Peitz y Youlian Tabakov que respetuosos y desenfadados arman el rompecabezas separando cada capítulo con un espacio publicitario de algún producto del artista en cuestión. Pianistas y bailarines se ocupan de la música dejando la narración a cargo de popes como Virgil Thomson, Jean Cocteau, Man Ray, Henri Sauguet, Jean Wiener, su biógrafo Jean-Pierre Armengaud, Hélène Survage, Pierre Bertin y Ornella Volta, directora de su fundación. Es un festín cuidadosamente disparatado donde no faltan escenas de Entre’acte, la película de Rene Clair que musicalizó el año de su muerte.
De los bohemios Montparnasse y Montmartre a la tristeza suburbana de Arcueil, Satie fue adelantado absoluto, misterioso extraordinario, genio sin querer queriendo, personajón francés hasta la médula y un excéntrico de veras que avergonzaría a todos los que hoy pretenden una originalidad tan banal como plagiada cuando resulta que ya no hay nada nuevo bajo el sol. Mágico producto de una época no aquejada por el tsunami mediático actual que lo hubiese desintegrado, el caballero de corderoy, sólo se vistió con siete trajes iguales de terciopelo gris, era un original que sentó sus propias reglas y al que no le gustaba, le ofrecía la puerta de un apartamento al que por supuesto, nunca entró nadie. Esa paupérrima torre de marfil a la que “harto de la vida insoportable y del arte que arruinó mis relaciones” se retiró del mundo sus últimos veinticinco años a cultivar la hipocondría, minihabitáculo al que llamó “El placard” les fue revelado a sus amigos sólo después de muerto. Azorados encontraron un espectáculo digno del difunto, entre otras cosas, bajo capas de polvo descansaban sin abrir las centenares de cartas que le habían enviado y dos pianos encaramados uno arriba del otro y claro, sin una sola cuerda.
Pianista de cabaret, compuso en los cafés, vivió entre los impresionistas aunque su música lineal no ilustró las densas nubes y mares de sus colegas; sin ser antiwagneriano sostenía que los franceses debían huir de la aventura wagneriana hacia una música propia en lo posible “sin sauerkraut”. Inventor de la música amueblada, pionera utilitaria diseñada para ámbitos específicos donde asumía el mismo papel que la luz y que él recomendaba como somnífero sin resacas; creador de células musicales como mosaicos, hoy tweeter hubiera sido su arma mortal.
Fue un artista periférico que acabó siendo centro por derecho propio. Su candorosa libertad de desarticulador nato dió alas a una generación cansada de guerras y etiquetas. Y a la vez, ermitaño por convicción pretendía regular la vida de artista con una minuciosa tabla de actividades diarias minuto a minuto para no desconcentrarse. Precursor venerado, objeto de culto, amaba niños, perros y crustáceos – les compuso música y cada jueves almorzaba langosta – y eludía la fama, la que llegó bien pasados los cincuenta cuando había dejado de interesarle pese a haber sido pionero de las hoy llamadas relaciones públicas. Como la orquesta consideraba que Parade era música circense tuve que llamar a Ravel para que los alertara de que era una suerte de obra maestra– cuenta Jean Cocteau – Durante un ensayo, un flautista se levantó y dijo a Satie “Usted cree que yo soy un idiota?” a lo que Erik respondió “De ningún modo pero, podría estar equivocado”. Gracias a Parade y su creador-benefactor Cocteau – y al equipo Diaghilev, Massine y Picasso – todos quisieron conocerlo, especialmente el grupo de Les Six, deseaban interiorizarse de su escuela pero, ay, el “Satieismo” no existía.
Este aduanero Rousseau del pentagrama no era ni dandy ni burócrata, tan serio como divertido se reía y lloraba de todos y por todos. Quizás lloró su miseria y a su único amor conocido – la pintora Suzanne Valadon más famosa por haber parido al gran Utrillo – después de tirarla por la ventana (parece que Suzanne sobrevivió gracias a que había sido acróbata de circo). A partir de allí decidió que su única compañera sería la música, aliada y causante de su melancolía irremediable.
Bonachón y generoso antihéroe de la música, no toleraba que se lo contradijera y si aunque comía salteado no se perdía el aperitivo y cuando cobraba algún dinero invitaba a todos sus amigos al restaurant. Sus piezas breves, brevísimas, aquella “con forma de pera” o las Gymnopedias, sencillas, profundas, divina destilación absoluta del espíritu francés pulsa intimidades en todo humano, son su indeleble marca de fábrica.
Se lo respetaba, se lo quería, lo admiraban grandes como Debussy o Poulenc, digno abuelo por inconveniencia de Jacques Tati, fue papá inspirador de Glass, Reich, Riley y de John Cage que asestó “No se mide su importancia. Es indispensable”. El documental lo ilustra con creces, visita su tumba y muestra su lápida que reza:
Aqui yace
Erik Satie (1866-1925)
músico inmenso,
hombre de corazón,
ciudadano excepcional.
- SATIESFICTIONS, PROMENADES WITH ERIK SATIE, ACCENTUS, ACC 20312