Tannhäuser, la dualidad del artista

Dualidad, pecado y redención, los ingredientes del Tannhäuser wagneriano conllevan un desafío superior tanto desde el ángulo musical como escénico. Y la propuesta revisionista de Robert Carsen, director canadiense caracterizado por imprimirle una estética superlativa a sus atrevidas puestas en escena, confronta, provoca, atrapa, rechaza y la mayoría de las veces, fascina. Carsen presenta al trovador medieval como un atormentado pintor de nuestra época debatiéndose entre su vida profesional y personal. El resultado puede objetarse pero muestra una originalísima y bien estructurada vuelta de tuerca.

Controvertida desde su estreno – amén de sus dos versiones, Dresde en 1845 y Paris en 1861– la ópera se debate entre dos polos – el espíritu y la carne – dentro del triángulo conformado por el antihéroe Tannhäuser, Elisabeth (lo virginal y sagrado) y la diosa Venus (lo carnal y profano). Según Carsen, el Venusberg es el estudio del pintor y Venus, su modelo; literalmente poseído por la inspiración pintará en plena bacanal creativo-orquestal una obra que el público nunca ve ni verá, sólo el marco del bastidor. A partir de allí, el eterno tema de “El pintor y la modelo” cobrará diferentes significados y formas hasta su apoteosis final en esta efectiva alegoría sobre el rol del artista en la sociedad occidental.

Carsen elimina las referencias religiosas, los Minnesängers son sus colegas pintores y el torneo del segundo acto es un vernissage – con los huéspedes entrando por el pasillo central como público –  en el museo (Wartburg) del padre (Landgraf) de la joven Elisabeth. Hasta aquí los resultados son brillantes. Es en el tercer acto cuando su visión se complica y pierde fuerza, especialmente al Elisabeth tomar el lugar de la modelo para luego complementarse con Venus y emerger como dos aspectos de una misma mujer, lo mismo sucede con el relato de Roma visto como replanteamiento de la conducta artística.  En el final, un espectacular coup-de-theatre borra toda inconsistencia: el artista triunfa con el paso del tiempo, quienes lo rechazaron y postergaron ahora lo aclaman y su obra es colgada en el museo junto a otros desnudos célebres  de Rousseau, Courbet, Manet, Klimt, Picasso, Monet…una vez mas, “el pintor y la modelo”. Es una conclusión impactante donde la austera escenografía de Paul Steinberg, apoyada en las soberbias luces de Peter van Praet y del mismo Carsen, halla feliz remate y absoluta lógica.

En lo musical, el pilar de la versión es el Tannhäuser de Peter Seiffert. Mas allá de algún vibrato amplio que compensa con timbre poderoso y esmaltado; causa placer su seguridad y musicalidad en un papel agotador e ingrato que ha derrotado a la mayoría de los colegas de su cuerda. Con parecidos pros y contras, Petra María Schnitzer (su mujer en la vida real) hace de esta Elisabeth uno de los mejores trabajos de su carrera mientras la mezzo vasco-francesa Beatriz Uria Monzón es una Venus de bella estampa y sobrados medios, aunque exigidos en el registro agudo.

Excelentes Markus Eiche (Wolfram) y Gunther Groissbock (Landgraf) secundados por un destacado elenco y el excepcional coro del Liceo barcelonés, teatro con ilustre tradición wagneriana. En el podio, Sebastian Weigle lidera una lectura eficaz pese a alguna curiosa falta de sincronización con el coro en los tramos finales (UNITEL CLASSICA C MAJOR 709308)

Esta versión se impone a las recientes de Nikolaus Lehnhoff en Baden-Baden y la de Jens-Daniel Herzog de Zurich (también con Seiffert y arruinada por la ridícula dirección de cámaras) para ubicarse junto a la ultra romántica de Otto Schenk/James Levine del Met (hoy histórica) y un punto por debajo de la emblemática versión Götz Friedrich en Bayreuth (1980) con Wenkoff, Weikl y una magnífica Gwyneth Jones en ambos papeles dirigidos por Colin Davis, todavía la referencia obligada en el rubro DVD.

De hecho, por su paralelismo y contemporaneidad, la verdadera rival de Carsen (2008) es la realizada al año siguiente por Kasper Holten en la Opera Real Danesa, que vuelve a colocar el conflicto artístico sobre el tapete – en este caso hace hincapié entre la misión artística y las obligaciones de marido y padre – mostrando a Tannhäuser como un escritor que halla la consagración al morir y con su obra «El relato de Roma».

El aspecto mas cautivante de la puesta del flamante director del Covent Garden es su complejo enfoque á la Ibsen (o Strindberg) enmarcado por la extraordinaria escenografía de Mia Stensgaard. Ambientada a fines del siglo XIX, sus imponentes, severos halls y escaleras recuerdan los laberintos sin solución de Escher y sugieren que ese ámbito es la impredecible mente de Tannhäuser. Si menos radical que su antológico Anillo, Holten coloca inusuales banderillas con algunos deliciosos toques, por ejemplo, el pastor es el hijo de Elisabeth y Tannhäuser y el elegantísimo concurso de corte burgués es anunciado por mucamas.

Las huestes de la ópera danesa vuelven a convencer como un ensemble sólido y sazonado, aunque algo veterano en los protagónicos, incluso el soberbio Landgraf del siempre confiable Stephen Milling tiene excesivo vibrato. A los sesenta años, Stig Andersen aún puede con la implacable tesitura del rol titular mientras la notable Tina Kiberg compone una Elisabeth impecable en la actuación pese al evidente deterioro vocal. Tanto Susanne Resmark como el finés Tommi Hakal cumplen como Venus y Wolfram. De alto nivel el coro y orquesta de la casa real bajo la fluida dirección de Friedemann Layer.

Los close-ups cinematográficos al estilo «Dogma» permiten apreciar con minucioso detalle el rico tratamiento teatral de la lectura de Holten, una que no puede ni debe pasar desapercibida y que junto a la de Carsen, muestran dos puntos de vista osados, serios y convergentes, tan valiosos como respetables y afortunadamente, respetuosos (DECCA, 0743390)