Al Colón al Colón, a pasar un papelón

Teatro Colón

Teatro Colón – Buenos Aires, Argentina

Los chicos cantan “Al Colón al Colón, a pasar un papelón!” y los grandes también. Saben bien que por su escenario pasan  elegidos en su metier y el que no – aquel ”atrevido que se atreviera» – se arriesga al papelón de la rima infantil del que tampoco están exentos sopranos, tenores, pianistas, directores y otras hierbas.

Actuar en ese escenario (para muchos y para mí, entrañable, y el más lindo y grandioso del mundo) es anhelo de esos elegidos, de aquellos capaces de emocionar con una orquesta o un instrumento, de desafiar la gravedad con una pirueta y, por sobre todas las cosas, de aquellos dotados para llenar con su voz un inmenso recinto que se los permite gracias a una acústica prodigiosa. Porque la sala del Colón, es un ámbito construido para voces entrenadas en una disciplina que no necesita ni micrófono ni amplificación. Los que pueden y lo logran, son auténticos privilegiados, no por estatus social, económico, político o mediático, sino por tener condiciones naturales que no se compran, ni se heredan ni se transfieren ni, por ahora, se clonan. Y además, debe decirse, condiciones disciplinadas a base de inenarrables sacrificios.

Pero el sufrido Colón parece cargar con el mal karma de los lindos, pretenden usarlo para todo y, por demasiado lindo y deseado, debe sufrir un destino a veces contrario a su naturaleza. Es objeto de disputas, recelos, intrigas, manipulaciones, se adjudican derechos y justifican esta suerte de caprichosa combinación criolla entre disparate y despropósito digna de estudio. No es novedad, sucede desde su inauguración y vuelve a ocurrir pese a que lo retapicen o emperifollen de mil maneras. 

El trauma no es del Colón, sino de aquellos que por arriba, por abajo, por izquierda, centro o derecha se ocupan de cultivar una imagen distorsionada de lo que verdaderamente es para objetivos de otro “tenor”, aquellos que explotan el ponzoñoso «Síndrome Colón» que aún hoy enarbola populismo vs. elitismo (y viceversa) para beneficio propio sin apelar al infalible antídoto llamado educación y su consecuente aplicación del criterio y la mesura.

¿Es tan difícil entender y asumir que el Colón es solamente un bellísimo gran teatro de ópera que por su acústica única se presta para conciertos y recitales de música culta – o como quieran llamarla – y que además, como todos sus iguales, alberga indispensables orquesta, coro y cuerpo de ballet?. Punto. No hay más y con eso, es más que suficiente. El resto es política; mejor dicho, politiquería con su bagaje de excusas, expectativas, traspiés, pretensiones, justificaciones, desatinos y cursilerías.

En la noche en la que el mundo celebró los cien años de “La consagración de la primavera”, centenario del mayor escándalo en los anales de la música moderna, en vez de sumarse a los festejos, ese Colón donde dirigió el mismísimo Stravinsky  optó por un show protagonizado por un grupo de “elegidas” que pertrechadas con sendos micrófonos se alzaron con la representación del “poder femenino”. Las invocantes olvidaron (o ignoraban) que desde el vamos ese escenario testimonia un poder femenino que pisa fuerte, que arrasa y atruena con la autoridad de quebrar cristales sin necesidad de adminículos amplificadores que no sean sus pulmones. Entiéndase que no están en tela de juicio sus talentos, no es la intención de este comentario, sólo que no es el lugar para ese tipo de espectáculos. A Barbra, Ella, Liza, Madonna, Edith, Judy, Billie y otros monstruos sagrados, hasta donde se sepa, nunca se les ocurrió cantar en el Met, el Covent Garden, la Scala o el Bolshoi. Saben que son insuperables en lo suyo y no tienen que demostrarlo en un teatro de ópera, para eso hay extraordinarios, respetadísimos auditorios multiuso.

Pero, «todo vale» en esta espesa sopa de narcisismo endémico en la que se vive y estas cantantes, ejemplares en sus respectivos géneros, no escaparon a la tentación. Aunque representase la concreción de un acariciado sueño personal, hubiese sido más saludable aceptar que “Los sueños, sueños son” y que, si se hacen realidad, pueden convertirse en papelón de pesadilla. No es el primero, ojalá sea el último. La música y el Colón – orgullo de los argentinos y patrimonio de la humanidad – lo merecen.