Bryn Terfel, un «Holandés» desde Dickens
El holandés errante hipnotiza, atrapa. Puede contagiar al primerizo con un acceso de “wagnerianitis” contra el que no hay antídoto. Puede señalar el principio de una feliz adicción. Quien firma esta líneas sufrió ese contagio hace décadas gracias al holandés y su mentado buque; por lo tanto, le guarda especial cariño. No sólo es la mas italiana de la óperas de Wagner (mérito que se disputa con Lohengrin) sino la mas accesible aunque curiosamente, al mismo tiempo, enraizada en el mas profundo romanticismo alemán. Lejos de la abstracción de Parsifal y levando anclas del mundo de Weber, Wagner propone una gloriosa sucesión de arias, duetos, coros y concertantes capaces de opacar a mas de una ópera italiana.
La leyenda del capitán maldito condenado a vagar por los mares en su nave espectral que recala cada siete años en algún puerto para lograr la rendención gracias al amor de una mujer despierta justificada voracidad en los directores modernos. No se queda atrás Andreas Homoki, ex director de la célebre Komische Oper Berlin, quien por suerte, tampoco carga las tintas excesivamente.
En una puesta que no deja de evocar al drama burgués con el que el lamentado Patrice Chèreau deslumbró con El Anillo del Nibelungo del centenario del Festival de Bayreuth, Homoki traza una metáfora del colonialismo y la opresión en un mundo burócrata y rígido del cual es imposible liberarse. Homoki apela a una coherencia narrativa cinematográfica en una versión sin intervalos, tal como concibió Wagner, que se desarrolla admirable e ininterrumpidamente. En esta película no hay mar, ni barco, ni nada que se le parezca. Son las oficinas de una empresa naviera del siglo XIX que comercia con la costa africana y su ejército de burócratas; por supuesto, las hilanderas son secretarias tipeando a ritmo eficiente. Es un mundo que no admite otra dimensión. La única referencia es un gran cuadro marino que entra en movimiento cuando aparece el holandés, un espectro que aparece y desaparece, cuya sola presencia cambia la luz de esta suerte de film expresionista alemán. El Cabo de Buena Esperanza remite al Africa y el coro de espectros revelará un nativo con arco y flechas luchando contra la colonia europea. En la excepcional marcación actoral, Homoki traza paralelos y establece relaciones intrincadas con cantantes-actores de primer nivel.
El renglón musical acaba por catapultar esta versión a una categoría superior. En primer término el colosal holandés de Bryn Terfel, como su Sweeney Todd o Scarpia, de aterradores ribetes dickensianos domina en todo momento. El multifacético bajo-barítono galés acarrea una angustia, un dolor y una esperanza patentes en cada mirada y en cada matiz vocal. El gran monólogo Die Frist ist um…. es desolador y el duo Wie aus der Ferne, jugado de espaldas en un sofa Chesterfield, alcanza una intimidad y emoción rara vez vista en escena. Elemento fundamental del éxito es su complement, la intensa Anja Kampe en una Senta magistral, papel traicionero vocalmente al que la soprano logra sacarle todo su partido. Amén de algún agudo destemplado, Kampe está a la altura de Terfel y vale destacarlo porque generalmente uno de los dos protagonistas es el Talón de Aquiles de toda versión. El otrora gran Matti Salminen impone su presencia, si vocalmente es la encarnación del “ladrido wagneriano”, pero su Daland perfecto actoralmente resiste la crítica y el paso del tiempo. Completan el elenco, los excelentes Marco Jentz (Erik), Liliana Nikiteanu (Mary) y Trümpi Fabio, destacadísimo Timonel.
Con la impecable Filarmónica de Zurich, Alain Altinoglu arremete con la primera versión, febril en sus tiempos contrastantes, tempestuosa sin perder transparencia, un notable trabajo para otro director joven que promete. Recomendable adición al catálogo.
* DER FLIEGENDE HOLLÄNDER, ALTINOGLU, HOMOKI, DG 4400735173