Escozor y antídoto que no pasan de moda

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Maria Callas saludando en La Scala después de La Sonnambula de Bellini en 1957

Me temo que estoy pasado de moda y francamente, no me importa. Desde hace años cada vez que asisto a un evento de la mal llamada “música culta” – sea ópera, concierto o recital – en algún momento, una urticante rebelión asoma inevitable, irreprimible, manifestándose como un escozor recurrente, uno que prueba mi incurable disconformidad pese a los buenos consejos de quienes me instan a administrar la anestesia de la condescendencia.

Sólo porque es la ciudad donde resido y donde asisto a eventos musicales, el escozor en cuestión sucede más a menudo en Miami. Su sintomatología está directamente relacionada con el comportamiento del público y a veces, también con quienes pisan el escenario.

La evolución (o involución) de etiquetas tradicionalmente establecidas del ámbito musical enciende polémicas interminables bien defendidas por los eruditos del tema.  Hoy no es mi intención refutar ni investigar, por ejemplo, la historia del aplauso y sus curiosas veleidades a través del tiempo o recordar a la cantante que cobraba por la cantidad de notas emitidas, son modas y caprichos dignas del inefable anecdotario teatral; sino dejar constancia de una enumeración mental que me acosa in-situ y parecería crecer año tras año. 

Al compartir esa lista, mi humilde intención no es trazar una línea que será siempre subjetiva o despertar disputas y enconos sino solidarizarme con las de otros correligionarios que sufren en silencio.

Ya ni siquiera es el ruido del infame celofán de caramelo ni la tos inoportuna en pleno Adagio (¿por qué no aguantar dos compases hasta el tutti orquestal?); hoy nada se compara con la irrupción del coro de celulares o del solitario timbrazo (ladrido, conga o campana) que quiebra la calma debussyana con la justa crispación de batutas célebres y otras mas modestas igualmente respetables. No bastan los previos ruegos de los organizadores por los altavoces, a menudo demasiado largos cuando no obsecuentes o crípticos. Obedece el que quiere.

Tan duro para el solista que mientras toca se ve ignorado por quienes linterna en mano consultan las fotos de los patrocinadores en el programa, es para el espectador soportar al que ronca o tararea a viva voz el aria de la ópera que se canta en escena. Paciencia, pasa en las mejores familias.

Otro fatídico baldazo llega cuando irrumpe el aplauso atronador que decapita la última nota, sea sinfonía, piano, violín o do de pecho. Por qué no compadecerse de esa pobre «last but not least»?  Tiene derecho a existir y reverberar su único segundo de fama sin verse contaminada con el siempre bienvenido batir de palmas.

El aplauso intempestivo entre movimientos está en tela de juicio y puede aceptarse, tolerarse y hasta justificarse en ocasiones; sin ir más lejos, es una tradición establecida después de un aria de ópera o un solo de ballet. Pero su ausencia en la sala de concierto, más que demostrar la ilustración del público asistente sugiere la intención de apreciar la composición en su totalidad y es, además, beneficioso para el resto de la audiencia y concentración de los ejecutantes.

La proliferación de ovaciones de pie cunde como epidemia, como si un resorte invisible se pusiese en acción en butacas previamente escogidas obligando al ocupante a incorporarse frenéticamente hasta desatar una suerte de histeria colectiva. A diferencia del común denominador actual, éstas solían reservarse para premiar actuaciones excepcionales mientras que el aplauso fervoroso bastaba para aprobar las restantes. Pero hoy, aquí también los extremos mandan, las ovaciones compiten con los abucheos según la moda actual en los teatros de ópera europeos.

Y entonces, tampoco está exento lo que ocurre en escena y que a veces merece si no el abucheo (afortunadamente ausente en estas tierras) cierta crítica constructiva que no termina de perfilarse por temor a represalias. Mas allá de programaciones pedestres o incoherentes y de presentadores que se eternizan cuando y donde no deben, hay que padecer a quienes en vez de cantar, tocar o dirigir tratan a la audiencia como escolares demorándose en explicar (mal) lo que está (bien) descripto en el programa y que conste, hay honradas excepciones, son las que también se hacen eco de “lo breve si bueno dos veces bueno”.

No es un secreto que el antídoto al escozor sería aplicar un «Todo a su debido tiempo»; en consecuencia, con teatros y halls flamantes o remozados, no cuesta nada soñar con un público atento y respetuoso y con artistas y organizadores que correspondan del mismo modo, forma parte del crecimiento y maduración de ambos lados.

Vale recordar que el silencio estremecedor seguido a una actuación memorable es el mejor tributo al compositor y la mayor recompensa para sus intérpretes. Sentados o de pie, para aplaudir a rabiar siempre hay tiempo… después de todo, tampoco es necesario salir huyendo desbocados como manada hacia la salida próxima

Postdata: El incorregible John Cage supo capitalizarlo como nadie, otro motivo para asistir a su famosa composición 4’33” y comprobar la reacción de la audiencia (www.nws.edu), tácita protagonista de la obra y entonces sí,  ajustarse los cinturones.

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