El precioso legado de un caballero inglés
Sir Colin Davis
(25 de septiembre de 1927 – 14 de abril de 2013)
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Cuando en 1997 la muerte de Sir Georg Solti se vio opacada por la de Lady Diana, nadie imaginó que la de Sir Colin Davis podría sufrir un destino similar gracias a la de Margaret Thatcher. Las coincidencias no terminan allí. Los dos, condecorados Caballeros del Imperio, murieron prácticamente a la misma edad; los dos dirigieron el Covent Garden, allí Davis sucedió a Solti. Fueron quince años de turbulenta gestión que finalizaron con una larga estadía alemana al frente de la orquesta de la radio bávara y la Dresden Staatskapelle. En ambos, la indómita fogosidad de la juventud, a menudo tan criticada como combatida, dio lugar a un dorado otoño pleno de serenidad y sabiduría.
El quinto de siete hermanos, creció en Surrey, sin electricidad, su padre arruinado por la depresión económica de posguerra. El clarinete fue reemplazo para un piano con el que no congeniaba y luego de idas y venidas un providencial reemplazo a Otto Klemperer en Don Giovanni trajo la primer consagración, se lo señaló como posible sucesor del legendario Sir Thomas Beecham. No obstante, la posibilidad de ser nombrado director de la London Symphony a mediados de los años sesenta se diluyó ante dudas sobre su carácter, tildado de arrogante y temperamental, se alegó “falta de tacto con músicos y autoridades”. Tuvieron que pasar dos décadas para que finalmente fuese nombrado, mejor dicho «coronado», director principal después de una larga gestión iniciada en 1975.
Entretanto, se había divorciado de su primera mujer (la soprano April Cantelo) y madre de sus dos hijos para esposar a la iraní Ashraf Naini, con quien debió casarse tres veces: en Londres, en Irán y en la embajada iraní. Lady “Shamsi” Davis lo hizo feliz, le dio cinco hijos más – uno es el director de orquesta Joseph Wolfe – y cuando murió en el 2010, comenzó el rápido ocaso de este caballero cabal y algo excéntrico que en sus ratos libres tejía («un vicio heredado de mis hermanas») fumando pipa junto a su mascota, una iguana que espantaba al visitante desprevenido de su casona en Highbury Fields.
Más allá de su recordado paso por la Boston Symphony (1972-84), las orquestas de la BBC, Nueva York, el Concertgebouw y su única incursión al festival de Bayreuth como el primer inglés en dirigir en el templo wagneriano (con un memorable Tannhäuser, afortunadamente en DVD), queda el inmenso legado discográfico. Y ésta contribución más que definir su carácter y personalidad, lo pinta de cuerpo entero.
Mas allá de sus magistrales Beethoven, Brahms, Stravinsky y algún Verdi (el Réquiem y Falstaff); mas allá de su monumental edición Mozart que robusta, impecable (y algo severa) abarca cada vertiente del genio salzburgés, está el paladín de la música británica con Tippett, Elgar, Britten, Walton, Vaughan Williams, Holst y Birtwistle a la cabeza; está el Colin Davis alejado del repertorio hasta entonces habitual, ocupándose de reverdecer los laureles de gigantes algo postergados: Haydn, Dvorak, Bruckner y dos inmensos sinfonistas escandinavos como Carl Nielsen y especialmente Jean Sibelius, del que grabó tres ciclos sinfónicos integrales.
Desde ya, ningún tributo quedaría completo sin Berlioz y aquí se yergue como el pendant de Bernstein con Mahler. Berlioz quedará asociado para siempre a su nombre, su fiera pasión y desmesura clásica hallarán su traductor ideal en este inglés tan reservado como fogoso que logrará que en las décadas 60-70 cada grabación se aguardase con la seguridad del próximo descubrimiento y consiguiente deslumbre. Así desfilarían Les troyens, La condenación de Fausto, Benvenuto Cellini, Beatriz y Benedicto, La muerte de Cleopatra, Les Nuits d’Eté (en su versión con diferentes cantantes), los monumentales Requiems y sus cuatro impagables lecturas de la Sinfonía Fantástica, y vale acotar que la segunda, con el Concertgebouw se acerca al elusivo rótulo de “definitiva”. Incomparable en dominar el idioma berlioziano, obtenía el equilibrio perfecto entre la sensualidad francesa y la severidad sajona, sin amaneramientos, con elegancia y brillantez sin par, grandioso y irónico, distinguido e impetuoso, en la mejor tradición de un caballero, a final de cuentas, romántico como su héroe francés.
Más de medio siglo sirviendo a la música le ganó un lugar único en la notable sucesión de directores británicos señalando el punto de encuentro entre los grandes del pasado – Boult, Sargent, Beecham, Barbirolli -, su contemporáneo Marriner y la generación que le sucede – Gardiner, Rattle, Tate, Runnicles, Pappano, Edler, Hickox, Judd, Wigglesworth, Gardner, Harding y el grupo historicista encabezado por McGegan, Hogwood, Parrott y Bicket, entre tantos nombres talentosos.
Ineludiblemente comprometido con los jóvenes y la educación musical, en una entrevista reciente dijo «El único poder que tengo es el de hacer música». Y al preguntársele a quien siempre regresaba respondía “Mozart, porque encarna la libertad en todo sentido”. Ese gentleman íntegro y venerado, sobrio galán o confiable capitán de barco, regresaba al solaz de Mozart, a la esencia de la libertad en música, a la misma última palabra musitada por Mahler en su lecho de muerte “Mozart… Mozart”.
La música está triste, se fue un señor que parecía no se iba a ir nunca, porque siempre estaba ahí, alguien que menos protagonista que otros se ocupaba de servirla. Nadie, ni siquiera los funerales de la discutida Dama de Hierro podrán opacar el fulgor de este ejemplar Caballero de Oro para quien cada pieza de música era «un ensayo de vida».
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“The meaning is in the passing: it has a beginning, a middle and an end. Then it’s gone. You must be loved and preserved, then go as other things go. And don’t complain about it. Would you rather not have visited this peculiar planet? I mean, what a failure human beings are! But however grisly it may be, having passed through it, it was worth seeing, wasn’t it?”