Luces de Berlín (primera parte)

Billy Budd - Deutsche Oper Berlin - foto Bettina Stöss

Billy Budd – Deutsche Oper Berlin – foto Bettina Stöss

Isla dividida durante décadas, Berlín es hoy un candente oasis de las artes. Y este bastión referencial de la cultura continúa destacándose en el renglón musical como lo ha hecho desde siempre. Prueba irrefutable fueron cinco noches sucesivas elegidas al azar que garantizaron cinco memorables veladas en una capital donde la oferta musical sólo podría compararse e incluso aventajar a la de Londres y Nueva York.

Tres noches en la Opera Alemana de Berlin – Deutsche Oper Berlin – bastaron para demostrar un abanico estilístico envidiablemente resuelto en títulos tan disímiles como La condenación de Fausto, Billy Budd y Maria Stuarda. En primer término, asombra el poderío sonoro de orquesta y coro bajo la respectiva dirección de Donald Runnicles y William Spalding, ambos cuerpos estables son los orgullosos residentes del austero edificio de Bismarckstrasse en Charlottenburg que diseñado por Fritz Bornemann en 1961 – e inaugurado en circunstancias amargas a semanas del levantamiento del muro infame – ostenta una acústica, distribución y circulación aún hoy ejemplar y moderna.

Clementine Margaire - foto Bettina Stoss

Clementine Margaine – foto Bettina Stoss

Brillante la elección del coreógrafo Christian Puck como director de escena para la flamante puesta de La condenación de Fausto como también la decisión de representarla sin pausas. Así la leyenda dramática de Berlioz adquirió una dimensión enloquecida, una pesadilla emergida de las pinturas negras de Goya con el guiño irónico de Daumier o siniestro del mejor Balthus. Colaboró la parca planta escénica de Emma Ryott provista de una funcionalidad impactante: un disco que mientras gira se levanta o hunde originando espacios impensados en un negro sobre negro aterrador y exacerbado por la cruda luz cenital de Reinhard Traub. Margarita corre bajo un cielo estrellado, la taberna y la ciudad iluminadas en lo alto, el gabinete de Fausto surge desde el abismo como la celda de la doncella, suerte de muñeca de trapo no lejana a la Olimpia de Hoffmann. Alejada de la espectacularidad visual de puestas recientes, esta Condenación propone una inmersión en el alienante universo berlioziano consiguiéndolo con métodos simples y efectivos sin renegar de su esencia teatral.

En el podio, el director escocés imprime esa misma dinámica a una orquesta descomunal que incluye cuatro arpas y mas de sesenta instrumentos de cuerda, que desborda el foso y se alinea a los costados para recordar su condición primal de oratorio.

La homogeneidad del ensemble no deja de sorprender, es indivisible unidad entre foso, orquesta, coro y cantantes en una composición que tantas veces adolece de lo contrario. El tenor americano Matthew Polenzani traza un Fausto lírico, solvente, entregado y el joven Mirco Palazzi compensa volumen con belleza de emisión y un Mephistophèles tan amenazador como protagonista, porque aquí, es el que ríe último y mejor. Toda una revelación la Marguerite de Clémentine Margaine, instrumento oscuro, poderoso y rico con tintes de contralto. Se sumó el cuerpo de ballet completando este aquelarre escénico-musical que no dio respiro ni a ejecutantes ni al público.

Hubo más todavía, el tardío estreno berlinés de Billy Budd señaló otro resonante triunfo para Donald Runnicles, veterano paladín de esta ópera de Benjamin Britten. Nuevamente descollaron orquesta y coro, esta vez auxiliados acústicamente por la claustrofóbica frontalidad de la puesta de David Alden con escenografía de Paul Steinberg, vívida ilustración de un drama marino cobijado por la atemporalidad pese a su ominosa vigencia.

Aquí no hay mar, ni mujeres, ni esperanza, sólo el vientre oxidado de otro buque, ni el Indomable ni el Pequod y menos el Rights-of-Man sino un buque-tanque cuyas vigas estructurales parecerían remedar al Union Jack de las cruces superpuestas de la bandera británica. Campo de prisioneros no demasiado ajeno al de Abu Ghraib, este mundo totalitario regido por leyes inflexibles donde el sádico Claggart (feroz Gidon Saks), Iago lascivo, enamorado del emblemático pañuelo rojo del héroe, lleva las de ganar en su reprimido deseo sexual por el angelical Billy de John Chest cuyo canto final refugiado, acurrucado en las alturas provoca justificado vértigo.

En las antípodas, ese mismo deseo disfrazado en el Capitán Vere (Burkhard Ulrich) redondea la terrible ecuación, la muerte de la inocencia sólo alivianada por el encaje de cuerdas y silencios tan elocuentes como la misma música liderada magistralmente por Runnicles. Y el coro – voz de todos y eco de la audiencia – atruena, protesta, arrulla o estremece porque Billy es una de esas óperas en las que todos querrían cambiar el inexorable final. Es imposible, demasiado tarde llega el arrepentimiento de Vere. El efecto es devastador, la criatura de Britten ha conquistado Berlin que aúlla de pie.

continúa en LUCES DE BERLIN (segunda parte)

Donald Runnicles - foto JD Scott

Donald Runnicles – foto JD Scott