Crónica de un domingo con bemoles

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foto Eduardo Hernandez Mendoza (www.pickypics.net) – cortesía MISO

La inauguración de la temporada de la Miami Symphony constató los alarmantes indicios de que la capacidad de adaptación a circunstancias extra-musicales de este cronista disminuye con el paso de los años; factor que trae aparejado la reducción en su nivel de tolerancia y que, desde ya, no es totalmente aconsejable a la hora de hacer el balance imparcial de un espectáculo.

Hecha esta salvedad con visos de confidencia, no importa que el concierto comenzara media hora más tarde de lo programado (son imponderables comprensibles de noches de estreno), ni que tampoco se tocara el himno nacional (no es obligatorio aunque tradición al inicio de temporada), ni que el generoso proveedor del magnífico grand piano se demorara en escena mas de lo debido; en cambio, no deja de irritar el aplauso entre movimientos máxime cuando se trata de una conocida sinfonía de  Brahms donde la apreciación integral de la obra es de rigor y además, por el debido respeto a la concentración de los instrumentistas, director y alguno que otro miembro del público tanto o mas cascarrabias que el firmante. En fin, debe aceptarse que los detalles imperdonables en una gran capital musical aún no aplican a la joven Miami.

No son tiempos nada fáciles para la Miami Symphony (ni para ninguna orquesta grande, mediana o pequeña a lo largo y ancho de este complicado planeta) por eso, vale destacar la convocatoria de público lograda en el Knight Concert Hall. Asimismo, mencionar los programas de su director Eduardo Marturet, beneficiados por su enfoque variado e imaginativo y que si en esta ocasión se limitó a  lo convencional no dejó de ser atractivo, especialmente por el Mendelssohn que abrió el concierto. Otro de los curiosos ausentes del repertorio local, Meerestille und glückliche Fahrt probó ser un acertado calentamiento de motores. Marturet optó por un apropiado tempo lento para solaz de las cuerdas en este Opus 27 que sutil y optimista pareció levantar un telón imaginario como bienvenida a la temporada.

Faltó poco para que la irrupción en el escenario de Lola Astanova infartara a algún desprevenido. Despampanante en sus tacos altísimos, enfundada en un traje color carne y oro, la glamorosa pianista oriunda de Taskent no sólo exhibió piernas espléndidas, sino que dejaría pálidos a otros megastars del piano igualmente preocupados por la apariencia. Si hoy el renglón visual parece importar tanto como el musical, su lectura de la Rapsodia sobre un tema de Paganini no logró equipararse a su impactante presencia física. En vez de la espectacularidad y poderío sonoro requerido por Rachmaninov, se tuvo una versión de innegable profesionalismo y eficacia mas allá de estas cualidades no pudo disimularse falta de color y por sobre todo volumen. La orquesta la secundó ajustada gracias a un atento Marturet que supo llevar a buen término el compromiso y en instancias inevitables, obliterarla. Astanova no se hizo rogar por un bis, el Estudio en do menor Op. 25, vertido con destreza técnica amén de su curiosa postura que la hizo terminar casi de pie. 

Los minutos iniciales de la Primera Sinfonía de Brahms no estuvieron libres de algún desfasaje pero en el segundo movimiento la orquesta adquirió la necesaria solvencia. La participación de la flauta, luego el oboe y en especial, el concertino Daniel Andai delinearon el noble espíritu brahmsiano, podría afirmarse que el plañidero violín en contraste con la masa orquestal otorgaron el imprescindible y no siempre garantizado lustre germánico. El cuarto movimiento y su clásico «Alphorn» fue lo mejor de la noche con Marturet en firme comando del ensamble y una entrega total para el final que enfervorizó a la audiencia.

En resumidas cuentas, ganó la música y la genial síntesis de las tres B en la evocación del majestuoso tema final que algunos tarareamos felices camino a casa aunque el reloj señalara pasadas las nueve.