«Noche blanca» de San Petersburgo en Miami

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Valery Gergiev y su orquesta del Teatro Mariinsky de San Petersburgo cerraron la noche del viernes con la misma obra con la que siete años atrás abrieron el concierto del por entonces flamante Arsht Center, el preludio al primer acto de Lohengrin de Richard Wagner. Su enfoque no resultó tradicionalmente germánico pero fue lo único «no ruso» de la velada. El Wagner de Gergiev es polémico, poco ortodoxo, con aristas primitivas, y el preludio distó de la levedad acostumbrada; en su lugar se apreciaron cuerdas vigorosas, refulgentes, que pintaron un caballero del cisne menos etéreo, mas terrenal y atávico. Una lectura vívida y emocionante. Curiosa elección la del director – el mismo que impuso la tetralogía y otros títulos wagnerianos al reticente público ruso – que apeló a los memoriosos y al recuerdo de un entonces altivo Gergiev en imparable ascenso, visto como posible sucesor de Levine en el Met, solicitado, mimado e idolatrado por la prensa musical dondequiera que se presentase.

Ha corrido mucha agua bajo el puente; hoy la la situación es diferente, al menos por los carteles de protesta fuera del teatro objetando su ferviente alineación (al igual que el pianista estrella) con las políticas de su benefactor Putin con respecto a, entre otras cosas, Ucrania y la población LGBT. A los sesenta y un años Gergiev reapareció en el escenario visiblemente avejentado y cauto, sin la energía desbordante de la última visita, quizás debido a su acostumbrado exceso de compromisos o el haberse tratado de la última parada de la gira con la orquesta en el sur de la Florida. No obstante, el tono cambió al arremeter con Naughty Limericks que Rodion Shchedrin compuso en 1963 y que funcionó como bienvenido concierto introductorio. Breve, chispeante, burlón, circense, mucho debe al mordaz ballet El Perno de Shostakovich (Shchedrin lo sucedió en 1973 como presidente del sindicato de compositores) deslizándose vertiginosamente en la cuerdas para crear una atmósfera ideal con sus certeros contrastes de trompetas, clarinetes y trombones. Siempre presente el elemento danzable – como en la Carmen que compuso para su mujer, Maia Plisestkaya – Naughty Limericks con su carga satírica e ilustrativa cercana al dibujo animado fue despachada con la esperada solvencia de la entidad.

Desafortunadamente relegado por la fama de su antecesor, el intrincado Segundo Concierto para Piano de Tchaicovsky por el volcánico Denis Matsuev – apodado “El oso siberiano” – señaló el primer climax de la noche. De asombrosa técnica y musicalidad el pianista pareció arrastrar con el peso de su personalidad a una orquesta y director que conoce muy bien. Mas que por su poderoso caudal sonoro, Matsuev deslumbró con un virtuosismo apabullante en el endiablado primer (y sus dos feroces cadenzas) y tercer movimiento y el poético andante donde se le unió la excelencia del concertino Stanislav Izmaylov y del chelista Oleg Sendetsky para cincelar esta suerte de breve, bellísimo triple concierto à la russe. A los 39 años, el pianista de Irkutsk no sólo es uno de los máximos exponentes del gran repertorio ruso, sino que como bis regaló una espléndida improvisación jazzística de Oscar Peterson donde su versatilidad quedó ampliamente demostrada.

La trillada Cuadros de una exposición de Mussorsky en la orquestación de Ravel que un pianista como Sviatoslav Richter veía una abominable traición al espíritu de su tierra, reconfirmó que los rusos saben desplegar los colores de la obra como nadie, dando lustre a un opulento espectro cromático mientras revelan sonoridades impensadas en una pieza que pueden, literalmente, tocar con los ojos cerrados. Gergiev favoreció rápidos tempi con una rusticidad vibrante que si opacó algún momento de introspección dejó claro que su intención era plasmar las pinturas de la exposición a grandes pinceladas. Mas allá de la brillantez nasal de los metales, fueron las cuerdas las que exhibieron una carnosidad y esmalte de inconfundible prestancia rusa. El avasallador fresco sonoro de La gran puerta de Kiev y sus reminiscencias con la ópera Boris Godunov – retrato terrible de la inexorabilidad de su historia – pintó un espíritu triunfalista que irónicamente hoy no deja de tener connotaciones extra musicales.

El paso por Miami de una orquesta como la del Mariinsky, dueña de un sonido tan característico y único, vuelve a demostrar la importancia fundamental de las visitas de grandes ensambles en el panorama local no sólo para el disfrute sino para la educación de una audiencia ávida por expandir sus horizontes sonoros.

Un impactante y no menos generoso concierto que abarcó tres rasgos sobresalientes de la música rusa (sentimental, épico y sarcástico) y donde ganó la música, en primera y última instancia, lo único que permanece.

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