El enigma de la hija de Turan
Alta en el cielo como águila guerrera, encaramada en lo mas alto de la escalinata cual Reina de la Noche atrapada en infernal chinoiserie. Provista de uñas (curvas) y dientes (afilados), la dama lanza, vocifera y aturde con tres enigmas al pobre mortal que se le atreva. Las cabezas rodarán hasta la llegada del príncipe ignoto. No, ni la esperanza, ni la sangre, ni Turandot son la respuesta al enigma de por qué esta princesa de hielo resulta tan apetitosa a toda super soprano que se precie de tal. Mas que enigma casi estigma cuyas consecuencias pueden ser la consagración o el olvido.
El reto no es para timoratas sino para una altiva integrante de la familia de las imperiosas. Prima hermana de Abigail y Minnie, chicas de armas tomar, y de sus parientas allende los Alpes, Elektra, Salome, Brunilda e Isolda, otras que tampoco se andan con vueltas; la hija de Turan – “Turandothk” – es un salto al vacío que puede pagarse (demasiado) caro. En apenas quince o veinte minutos encapsula una concentración letal de agudos disparados desde una tessitura imposible capaz de desgarrar cuerdas del acero mejor templado. Para colmo de males, su aparición se produce recién en la mitad del segundo acto. Después de remontar una orquesta y coros que dejarían pálidos al tío Wagner y Rodgers & Hammerstein juntos, el tenor de la cabeza bien puesta le roba no sólo la paciencia sino el aplauso con un evento de ribetes deportivos: Nessun Dorma. Ante semejante puñalada no es posible que ni ella duerma ni que deje dormir a los demás en Pekín o donde sea. Nadie duerma, punto.
Suele suceder que las felices poseedoras del equipo vocal capaz de resistir los embates del personaje – sin contar con el equilibrio de cantar colgada, hamacada, encorsetada o en coturnos – no son las mas agraciadas pero, ya se sabe que los compositores tienen particulares cánones estéticos, de ahí que Aïda resulte a Radamés una forma divina y Tosca sea para Mario una sirena a lo que Calaf rematará con O divina belleza, o meraviglia. En El libro de Manuel, Cortázar la trata de frígida, y el paralelismo entre Donna Elvira Puccini y la intocable hija del cielo es mas que obvio cuando resulta ser la criada Doria Manfredi (léase la esclava Liú) el objeto de su odio implacable. Algún motivo habrá tenido la dueña de casa porque su donjuanesco consorte no sólo patos bajaba a escopetazos en sus andanzas por Torre del Lago. Pero como siempre pagan justos por pecadores, Doria fue la excepción a la regla y murió virgen tal como atestiguó el forense después del suicidio mientras Elvira era echada del pueblo en una escena semejante a los sombreros corriendo al ricachón en Milagro en Milán. Y si non e vero, e ben trovato. Cosas de ópera. Lo cierto es que la historia es mucho mas complicada, una ópera en sí misma, y a la postre Turandot es un nido de vendettas domésticas, casi una venganza de Puccini hacia el género femenino (léase sopranil) que lo hizo rico y al que había regalado Butterfly, Mimi, Musetta, Tosca, Magda, Angelica, Minnie, Manon y alguna que otra preciosidad sin olvidar a la sacrificada Liú, que junto a Calaf, se llevan las ovaciones dejando como leche hervida a la regente titular.
Con este hielo que quema suele salirse del fuego para caer en las brasas y si no que lo digan las sopranos que tentadas con la fama temprana fueron seducidas por Turandot. La lista es interminable, una se llamó Maria Meneghini Callas que con apenas 26 años atronó la Arena de Verona, Venecia y Buenos Aires, la cantó 23 veces, era un vozarrón agazapado en un tigre a punto de atacar. Su reino duró apenas una década pero fue uno cuya fama se acrecienta con el tiempo, todos cayeron bajo su yugo y en el final, ella misma. Apenas consagrada la retiró del repertorio aunque la grabó en estudios en 1957 ya sin la solidez apreciada en las polémicas funciones del Colón en 1949 (quedan momentos mal grabados aunque un supuesto “hallazgo” que navega por youtube resultó ser un engendro recopilado, amasado y “avejentado a drede”). Sin embargo, en la legendaria grabación de arias de Puccini de 1954 con Serafin pocas le hacen justicia como ella, basta con escuchar la frase “O principi che a lunghi carovane” del In questa reggia, para comprobar que Callas «es» esa hija de Turan evocando su desierto natal y la historia que recogió el persa Nizami en el siglo X en Las siete bellezas. Ese cuento de la princesa refugiada en una torre inexpugnable asediada por pretendientes adivinadores pasó de la tradición oral a muchas manos, orientales, francesas, alemanas e italianas hasta llegar a su gran recopilador en Lucca. Ni Tourandocte de François Pétis de la Croix, ni Schiller (y la traducción de Maffei), ni Turandotte de Carlo Gozzi, ni Busoni, ni Brecht, ni Jacques-Philippe d’Orneval sino Turandó de Puccini, y sin pronunciar la t, así lo aseguraban Rosa Raisa y Eva Turner que algo sabían.
Como Giacomo murió dejándola inconclusa justo después del suicidio de Liú, dos divas se disputaron haber sido las elegidas por el compositor. La polaca Rosa Raisa que la estrenó en La Scala con Toscanini y la glamorosa Maria Jeritza que lo hizo en el Met. El entredicho se suscitó porque Puccini tuvo el poco tacto de decirle a un empresario que “soñaba con Jeritza en Turandot” pero seleccionó a Raisa para el estreno escalígero. Se dividieron el pastel y los dólares, Jeritza en el Met y Raisa en Chicago y las divas dejaron de chilar.
Turandot es la última gran ópera de la gran tradición (guiño y trampolín al cine y musical americano según Luciano Berio) y en 1938 la franco-italiana Gina Cigna grabó el primer registro completo. Su carrera también fue breve. Sus contemporáneas fueron Mafalda Savatini, Iva Pacetti, Germana di Giulio, Anne Roselle, Clara Jacobo en Italia mientras en Viena reinó Maria Nemeth, que además cantaba la Reina de la Noche y Konstanze y dicen fue la única que en el tercer acto derretía el hielo en ternura; también Lotte Lehmann que sin los medios adecuados la cantó sólo para enervar a su archi-enemiga Jeritza. Tampoco fue la horma del zapato de Claudia Muzio ni de Zinka Milanov o Maria Cebotari sino la comarca de feroces valquirias como Gertrud Grob-Prandl, Inge Borkh, Ingrid Bjoner, Gladys Kuchta, Berit Lindholm, Anita Välkki y antes, la poderosa Dame Eva Turner, maestra de una generación posterior de Turandots inglesas y americanas como Amy Shuard, Linda Gray, Rita Hunter y Gwyneth Jones y quizás el exponente definitivo del personaje hasta la llegada de Birgit Nilsson.
Con todo derecho, la sueca monopolizó y capitalizó el papel desde el final de los cincuenta hasta principios de los setenta ufanándose con “Isolda me hizo famosa pero Turandot me hizo rica”. Se la disputaban con razón, fuese el Met con puesta de Cecil Beaton y Stokowski al podio o La Scala, Viena o el Colón rodeada por una constelación de Liús: Anna Moffo, Leontyne Price, Vishnevskaya, Caballé, Carteri, Stratas, Tucci, Albanese, en registros integrales con Renata Tebaldi y luego Renata Scotto. Y por supuesto, todos los Calaf, llevando la delantera el explosivo Franco Corelli y la anécdota de la mordida en el cuello para que acabara de una vez su agudo (la inefable Birgit mandó decir al director del Met que no podía cantar las funciones restantes porque había contraído «rabia»…). Pero ni siquiera Nilsson salió del todo indemne, atribuyéndole a este “vacation role” (como la llamaba por lo breve frente a las sagas wagnerianas) algún prematuro desgaste e inestabilidades en su voz de hierro. Su hermana escénica Leonie Rysanek sólo una vez en San Francisco se dió el gusto pero, prefirió dedicarse a otra emperatriz estratosférica con la que congenió de maravillas, la de Strauss en La mujer sin sombra.
Terminado el reinado de Nilsson ya no hubo paz. Cuando Joan Sutherland se decidió en 1972 se oyó un grito en el cielo, mas viva que todos la australiana sólo lo grabó en estudio y no lo hizo nada mal, a su favor sus comienzos quasi-wagnerianos. Cinco años mas tarde, la Liú de Sutherland se lanzó al ruedo: Montserrat Caballé. Las opiniones divididas pero ninguna tan dulcemente seductora. Otra aquejadas del síndrome post-Callas se lanzaron al ruedo con resultados dispares, llámense Sylvia Sass, Katia Ricciarelli (una mala ocurrencia de Karajan) o Grace Bumbry, mezzo ella que también tuvo el coraje de abordar Abigail, Medea y Norma. Al final de sus carreras, Martina Arroyo, Anna Tomowa-Sintow, Josephine Barstow y Luana de Vol también se subieron al tren de los enigmas.
Ni latinas ni teutonas sino eslavas integraron la próxima invasión de Turandós en las voces de Ghena Dimitrova, Eva Marton y Maria Guleghina. La primera hizo su carrera como la princesa (y Abigail), voz inmensa, abierta, metálica, polémica, sobrevivió décadas y mejor que las otras dos, también peso-pesados de la lírica. Dos wagnerianas grandes en todo sentido contraatacaron con diversa suerte, Gabrielle Schnaut y Jane Eaglen que junto a Pavarotti en el Met hubieran hecho las delicias de Botero. En la misma vena, Alessandra Marc, Andrea Gruber, Sharon Sweet y Jennifer Wilson – que acaba de grabarlo con… Bocelli – siguieron sus caminos.
Hoy la pobre Turandot debe competir mas que nunca con dos imponderables. Tanto más que un griterío entre sedas y brocatos, es el epítome del super-show-lírico, mas fácil y rendidor que Aïda, sea en el teatro (la sobrevivencia de la abigarrada puesta de Zeffirelli en el Met lo testifica) o al aire libre (como ejemplo aquel despliegue hollywoodesco en la Ciudad Prohibida de Pekín en 1998, la Arena de Verona o el Bregenz Festival); por otro, la supremacía del tenor cuyo público literalmente acude y mata por un aria.
Si la sueca Irène Theorin y la bella Lise Lindstrom han sabido negociar con esta hija de Barba Azul y del beso de la Mujer Araña, la última viene haciendo carrera solamente con Turandot y esta temporada metropolitana no sólo la contará a ella sino a las dos sopranos dramáticas mas notables de esta generación, la sueca Nina Stemme y la americana Christine Goerke. Voces magníficas y artistas de garra, a decir verdad, ninguna de las dos necesita cantar este rol asesino; con Brunilda, Isolda, Elektra y Salomé ya tienen suficiente pero, el factor desafío puede mas y la tentación es grande. Así como Turandot aguarda a Calaf, el público espera sediento escuchar los tres enigmas de las tres Turandot del 2015-16 (*)
Pero, el enigma de Turandot no es mas que con ellas mismas, con cada una que se ha desafiado a abordarla, ellas son Calaf implorando “Dejadme afrontar la prueba” y es la misma Turandot quien les dice “Si te acepto como sierva te haré reina”. El salto es grande, las consecuencias de «tentar la fortuna» imprevisibles, no por nada Nilsson decía “Estén cerca de la tierra. Si se caen, les dolerá menos”.
(*) Fe de errata: cuatro, Jennifer Wilson también cantará algunas funciones.
Sebastian Spreng…creo que ningún crítico de todos los que he leído (aún el solvente Arturo Reverter) te igualan en la manera, el conocimiento, la fuidez y la precisión con que desgranas siempre tus críticas, porque además son un «viaje por el arte del canto lírico». Gracias.