Dos orquestas, dos solistas, una sala

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Peter Oundjian – foto Richards

Separadas apenas por un dia actuaron dos formaciones orquestales en la sala Knight del Arsht Center y asistir a ambos conciertos valió la pena no sólo por sus méritos artísticos sino por otras razones también válidas. En primer término, la presentación de la Orquesta Sinfónica de Toronto revalidó la necesidad del público local por conocer ensambles de otras latitudes a fin de expandir su panorama sonoro y a la vez medir y valorar la labor de las entidades locales; por lo tanto, vaya una felicitación a la serie clásica del Arsht Center en traer un conjunto de jerarquía sin olvidar que hasta no hace mucho el número de grandes orquestas visitantes superaba con creces a las pocas de esta últimas temporadas. Y que la nutrida concurrencia sea una auspicioso aliciente para mas visitas de este calibre.

La visita de los canadienses permitió noche de por medio disfrutar en el mismo ámbito acústico a la New World Symphony creando sin proponérselo una tan interesante como amigable confrontación donde el claro ganador fue un público enriquecido por partida doble. Vale destacar que la programación si bien excesivamente convencional pudo haber sido uno de los imanes de atracción sin contar que en el caso de la NWS, la presencia estelar del solista en cuestión fue el principal atractivo para colmar una sala que no siempre le resulta fácil a los habitués de esta entidad.

La orquesta canadiense hizo gala de bien merecido orgullo nacional como auténtico crisol de razas presentando a un director armenio-canadiense, un solista polaco-canadiense y al joven compositor, John Estacio, que abrió la noche con Wondrous Light describiendo una aurora boreal en el cielo de su país. Breve, impactante y accesible, plena de vigorosa orquestación, con intervenciones solistas que permitieron calentar los motores, funcionó perfectamente como introducción a una noche donde la orquesta se llevó el protagonismo absoluto gracias a su director Peter Oundjian, el recordado primer violín del Cuarteto Tokyo ahora en su exitosa faceta de líder de la entidad desde hace mas de una década, sumado a otros compromisos internacionales.

En el Cuarto Concierto para Piano de Beethoven la actuación del joven Jan Liesecki que con apenas veinte años viene desarrollando una carrera meteórica (artista joven del 2013 del Gramophone y un jugoso contrato en DG entre otros), alcanzó a satisfacer sin deslumbrar como se esperaba. Liesecki es bien conocido en Chopin, Schumann y Mozart pero el cuarto beethoveniano es un Everest para todo instrumentista por mas avezado que sea. Liesecki cumplió con una lectura de innegable jerarquía dotada de tempo vertiginoso pero faltó aquel toque personal que deja una impronta memorable en el espectador. Mas que la intensa espiritualidad y poderío requeridos, Liesecki exhibió técnica irreprochable y un enfoque decididamente clásico frente a una orquesta que derrochando las virtudes del romanticismo temprano, lo secundó opulenta y que por momentos, asismismo lo ocultó.

Lograr que una pieza remanida como Scheherezade suene fresca e interesante no es tarea fácil y eso fue exactamente lo que en la segunda parte obtuvo Oundjian de su orquesta. Todo dicho. La pieza de Rimsky Korsakov se convirtió en un desfile de instrumentistas exhibiendo toda la riqueza y color de la partitura liderados por Jonathan Crow, un concertino de lujo capaz de eclipsar a cualquier solista. Si bien Scheherezade no deja de ser trillada por mas lustre que se le de, así si vale la pena. En la misma vena rusa, la orquesta ofreció como bis una Polonesa de Eugene Onegin triunfal con la misma velocidad que Oundjian imprimió a toda la velada.

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Jan Lisiecki – foto Mathis Botohr

Gil Shaham en el Concierto para Violín de Tchaicovsky garantiza una sala repleta en cualquier parte del mundo, incluso en la imprevisible Miami donde afortunadamente es asiduo visitante desde hace décadas. Así fue y Shaham no defraudó. El eximio discípulo de la legendaria Dorothy DeLay (en su crédito Perlman y Zukerman por nombrar sólo dos), entregó una versión inmaculada, virtuosa y con la musicalidad excepcional que lo ha hecho uno de los puntales, sino el puntal, de su generación apoyado por una carrera monolítica donde siempre encuentra lugar para crecer o reinventarse. La tersura y vigor de su Strad Comtesse de Polignac llenó el ámbito del Knight Center con ardor romántico y exquisitos pianos, llegando a cada rincón con igual volumen. Esta si fue una lectura de ribetes memorables con un Shaham atento y generoso con la academia musical americana que se vió totalmente a sus anchas y literalmente a los pies del solista estrella. Después de este Tchaicovsky que sonó a renovación, fue la insistencia del aplauso de público y orquesta los que lo hicieron regresar para un bis sublime, la gavota de la tercera partita de Bach donde aplicó un camaleónico cambio estilístico sin perder un ápice de personalidad, condición aplicable sólo los grandes.

Fue Christian Macelaru, egresado de la Universidad de Miami y residente en la Orquesta de Filadelfia, un director que tanto en el Tchaicovsky como en el Beethoven de la segunda parte, supo manejar con absoluta eficiencia la sonoridad de la orquesta en una sala que a veces le queda grande. No fue el caso, Macelaru logró un sonido amplio, expansivo y consistente, quizá en exceso rotundo en algunas instancias pero nunca fuera de estilo. La Pastoral beethoveniana gozó entonces de una lectura clara, con la atmósfera dionisíaca requerida y un enfoque jovial que fue creciendo en dramatismo a medida que transcurrió la sinfonía. Una donde no faltó Sturm und Drang, ni el vital elemento rústico y donde el discurso musical fluyó como el arroyo y la tormenta pintadas por Beethoven, con excelentes intervenciones del fagot, flauta y oboe más la sedosidad de las cuerdas que redondearon con digna propiedad el himno final y señalando una apacible, reconfortante caída de telón para dos intensas noches de vivencias musicales con dos orquestas que entregaron lo mejor de sí.

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Gil Shaham – cortesia Opus3