Viena, celebraciones y debuts en primavera
La fría primavera vienesa no deja de ser una caja de sorpresas que amerita un chocolate en Demel, Sacher o donde sea, todo vale como excusa en tanto que la concentración de buena música excita, anima, encanta o en todo caso, desespera. Desde siempre Viena ha sido una isla musical con una oferta apabullante y donde hay que aprovechar al máximo si la estadía, como en este caso, es demasiado breve mientras se lamenta no haber llegado antes o el tener que irse demasiado temprano pensando en lo que vendrá. Y en esta latitud superpoblada por talentos y talentazos, sorprende y reconforta la presencia de artistas de España e Hispanoamérica, otro rasgo del crisol humano inherente a la música que no puede dejar de mencionarse.
Como ejemplo, la actuación de Juan Diego Florez “y amigos” nada menos que en el Musikverein para una “gala latina”que contó con la Orquesta de las Islas Baleares dirigida por el madrileño Pablo Mielgo. Director y orquesta debutantes brindaron lo mejor de si ante la responsabilidad de tocar en la venerable sala dorada para salir airosos con la frente bien alta. El desfile de luminarias tuvo a cargo un programa previsiblemente ecléctico encabezado por el notable bajo-barítono menorquino Simon Orfila – digno alumno de Alfredo Kraus – con un soberbio Toreador de Carmen, las ascendentes floridana Nadine Sierra y mexicana Maria Katzarava (ex Maria Alejandres, bien recordada por su Traviata con FGO), Silvia Tro Santafé, Elena Maximova y Elisabeth Kulman. Si el uruguayo Erwin Schrott aportó elocuencia para Et toi Palerme de Las Vísperas Sicilianas de Verdi, fue Florez quien presidió la noche abriendo con un terso Merce diletti amici de Ernani, un rol verdiano a su medida para luego cerrar la primera parte con su ya clásico Almaviva del Barbero. De corte mas popular, la segunda mitad se benefició con el limeño cantando con cada una de las damas (Sierra fue ideal como Maria de West Side Story, un tanto menos resultó el desabrido arreglo de El dia que me quieras con Kulman) para terminar con un popurrí donde logró que la nutrida concurrencia vienesa coreara Guantanamera, lujos que puede darse este divo carismático con la audiencia a sus pies finalizando con Granada junto a todos sus amigos.
En el escenario del Konzerthaus se presentó la Orquesta Filarmónica de Rotterdam con su titular Yannick Nézet-Séguin y Sol Gabetta como solista para un programa íntegramente ruso que el reservado público vienés supo apreciar y festejar. El canadiense optó por un programa atípico que resaltó las virtudes de la orquesta, la Séptima Sinfonía de Prokofiev, la fantasía Francesca da Rímini de Tchaicovsky y el arduo Segundo Concierto para chelo de Shostakovich. Nézet-Séguin recorrió una amplia paleta sonora y estilística que puso de manifiesto su absoluto control sobre una orquesta que obviamente le adora, es el caso de un excelente grupo musical que se agiganta con un líder excepcional que la conoce al detalle.
En el Tchaicovsky, Nézet-Séguin enfatizó la influencia wagneriana (y del Liszt del infierno de Dante) que permeó al compositor después de su visita a Bayreuth, con el descenso al abismo, nunca tan literalmente dantesco, de los amantes de La Divina Comedia, consiguiendo que la masa orquestal surgiera tempestuosa como un solo hombre, para descender exquisita al mas delicado pianisímo. Rescatar la bella séptima de Prokofiev de un injusto olvido frente a la popularidad de la primera y quinta fue otro punto a favor de esta velada sólidamente concebida, donde brilló el nostálgico adagio, núcleo referencial de la obra.
Asimismo, el intrincado concierto para chelo, como el primero también escrito para Rostropovich aunque mas famoso que éste, requiere especial atención de la audiencia y extrema concentración de solista y orquesta. Distante y apasionada a la vez, Gabetta se consustanció admirablemente con este repertorio como solista de fuste a la que la partitura – lúgubre, helada, ominosa, compuesta después de un infarto y cercado por la represión del régimen – desafió pero no presentó escollos aparentes. Exhausta, ante el entusiasmo del público, brindó como bis El cant dels ocells de su ilustre colega Pablo Casals, que contemplativo y bucólico prolongó delicadamente la atmósfera lograda con Shostakovich.
En la ópera estatal, la nueva Turandot con el esperado debut de Gustavo Dudamel – las entradas se habían agotado desde el anuncio un año antes – marcó un traspié poco feliz para el exitoso director venezolano. Gélido y metálico, tampoco colaboró el trio protagónico reunido para semejante ocasión. Lise Lindstrom (que la cantó en FGO hace pocas temporadas), tiene un físico privilegiado para el personaje y un instrumento incisivo y caudaloso pero en última instancia descolorido; sin la magia necesaria capaz de robarse la noche, la Liu de Anita Hartig pasó sin pena ni gloria y el debut del tenor azerbayano Yusif Eyvazov – originalmente estaba programado Johan Botha – fue decoroso pero rutinario, ambas voces eslavas de emisión acerada no contrastaron con la de esta hierática princesa de hielo. Dan Paul Dumitrescu fue un eficaz Timur así como el español Gabriel Bermudez, el mexicano Carlos Osuna y Norbert Ernst como los ministros y el veteranísimo Heinz Zednik (76) como el Emperador.
Si algo confusa, atrapó la flamante puesta en escena de Marco Arturo Marelli donde el pueblo de Pekín es trasladado a la sociedad italiana sentada en una platea fellinesca que a modo de coro griego comenta la situación y entretelones conyugales entre el compositor Puccini (el ignoto príncipe Calaf), su esposa Elvira (la princesa Turandot) y la criada Doria (la esclava Liú) que como el personaje de la ópera acabó suicidándose. Planteado casi como un juego de ajedrez – reina, rey, peón, etc – Marelli recurre a la faceta de la Commedia dell Arte del cuento permitiéndose jugar y agregar (demasiados) acróbatas, arlequines y saltimbanquis hasta agotar todas sus posibilidades sin lograr resolver el final, quizá poco convincente respuesta escénica a la obra concluida por Alfano. La inoportuna escena de Ping, Pang, Pong tuvo una vuelta de tuerca inspirada, transcurrió en un laboratorio donde los ministros, ahora obsesos embalsamadores que guardan en frascos de exhibición las cabezas de los pretendientes fallidos.
Quizás porque el enfoque de Dudamel pecó en exceso de despojado, resaltando los elementos mas modernos de la partitura y quitando la espectacular suntuosidad tonal propia de este último Puccini, llevó al público a una reacción entre tibia a francamente agresiva: aplausos, abucheos y hasta algún destemplado insulto al director que no salió a saludar solo, tampoco lo hicieron los solistas.
En contraste, Un ballo in maschera (pese a la vetusta puesta de Gianfranco de Bosio integramente en telones pintados) se benefició de la calidad del trio protagonico que brindó una opulenta noche de ópera, un banquete vocal capaz de satisfacer al mas exigente. Empezando por el espléndido Riccardo de Piotr Beczala que comenzó un tanto desparejo hasta afianzarse y cantar un último acto magistral, vocalmente supremo. Al mismo empinadísimo nivel, el Renato de Dmitri Hvorostovsky, no sin esfuerzo pero intacta su voz en las circunstancias que atraviesa de salud. Su Eri tu arrancó una merecida ovación a telón abierto. La dama en disputa fue Krassimira Stoyanova, la búlgara es una artista completa, una soprano «como las de antes» si por esto se entiende canto pleno, línea de canto sin amaneramientos, sin excesos ni espectacularidades pero con una seguridad y estilo que colegas mas famosas deberían imitar. Valiosos los aportes de Nadia Krasteva como Ulrica y Hila Fahima como Oscar. Un Ballo servido musicalmente así revalida a un Verdi hoy desacostumbrado a voces que le hagan justicia. Desde el podio el veterano Jesús López Cobos balanceó foso y escena con garantida solvencia.
Gran final en la misma Musikverein del comienzo del breve periplo, esta vez con la Filarmónica de Viena bajo Zubin Mehta y Daniel Barenboim como solista de lujo en el Concierto para Piano de Schumann. La ocasión fue un fin de semana celebrando el octogésimo cumpleaños del maestro indio (la gala fue un día antes, el 29, con un programa Beethoven); recuérdese que el director asegura «haber nacido accidentalmente en Bombay pero ser vienés”, allí estudió desde los 18 años y a los 25 debutó con la filarmónica. Esta marcó su aparición 287 con la orquesta, pareciéndose mas a una reunión de viejos amigos en escena.
El clima festivo de esta soleada tarde vienesa que se filtraba por los ventanales del gran hall fue servido por un Barenboim a sus anchas, entregando un Schumann poético y monolítico al mismo tiempo, vigoroso, de clara estirpe beethoveniana y delicioso en el intermezzo. Siguió una lectura colosal de la Séptima de Bruckner con una orquesta en estado de gracia, de transparencia e intensidad inigualables, de riqueza aterciopelada y caudal atronador que gracias a la soberbia acústica de esta gloriosa caja de zapatos jamás se empastó sino que se proyectó clarísima hacia el infinito. Y si algunos hubiésemos preferido al solista dirigiendo el Bruckner, el agasajado dejó bien documentada una rotunda afinidad por el compositor que debe reconocerse, una decantada madurez y nobleza que a los «sólo ochenta» se perfiló en el doliente Adagio y triunfal conclusión.
De Florez a Gabetta, la presencia hispana dejó huella en una semana en la que también habían actuado juntos los ya legendarios Barenboim y Argerich, pero esa es otra historia en el mundo de Wien Wien nur du allein….