Mozart, insólito puente entre Miami y La Habana

Simone Dinnerstein y la Orquesta del Liceo habanero en el New World Center de Miami Beach – foto cortesia J.Kieser

Tan insólito como refrescante, el debut de la Orquesta del Liceo de La Habana de la mano de su abanderada, la pianista neoyorquina Simone Dinnerstein, concitó suficiente expectativa como para colmar la sala del New Center (NWS). Enhorabuena. Y no sólo no defraudó, por el contrario se instaló como un pequeño milagro, en todo sentido, gracias a Mozart que volvió a hacer de las suyas, en todo sentido, sirviéndose en este caso del arma menos destructiva y mas noble: su música y más música.

Para volver a constatar que “la música de Mozart no lleva al cielo, viene del cielo” (sabio adagio si lo hay), fue el genio de Salzburgo quien pareció tramar la aventura en la que se embarcó Simone Dinnerstein con sus colegas habaneros capitaneados por José Antonio Mendez Padrón para llevarla a buen puerto, desembarcándolos en la costa este americana en una gira meritoria que finalizó, mejor dicho, culminó en Miami. Fue un encuentro tan ansiado como emocionante, al igual que en otros tiempos afortunadamente idos, la mejor conexión entre las dos Berlin o entre Leipzig y Munich, Dresde y Hamburgo fue siempre la música, siempre hermanando, siempre borrando diferencias con su lenguaje universal donde sobran las palabras. A propósito, vale recordar que en lo que va del año es la segunda agrupación musical de música erudita que debuta en la ciudad proveniente de la costa de enfrente; a la visita de Ars Longa se suma ahora esta Orquesta del Liceo.

Si el factor aglutinante se llamó Mozart, el armado del extenso programa fue por demás significativo. Una instancia para recalcar. Abrió y cerró con una pieza emblemática, diríase atmosférica, de la ribera respectiva: Punto y Tonadas del cubano Carlos Fariñas y la versión de cámara de Appalachian Spring de Aaron Copland, que coincidentemente fuera su maestro en Tanglewood. Para completar el panorama, se agregó Miami con Cuatro Preludios para Piano del colombiano Jorge Mejía residente en la ciudad. Un mosaico amplio y colorido que cumplió plenamente su objetivo.

Intacta a cuatro décadas de compuesta, fue sorpresa deliciosa la obertura para cuerdas de Fariñas, plena de ambiente, exquisita en su evocación matinal, sin exotismos banales, más cerca de Respighi e incluso del Puccini de Crisantemos. Por su parte, el mundo de Mejía son las imágenes, el cine, la narración y no lo oculta; el compositor narró en castellano la antesala a cada preludio en un viaje por infancia y adolescencia que retrató su experiencia de vida con Dinnerstein personificándolo al piano.

Obviamente, la prueba de fuego para pianista y ensamble llegó con los conciertos para piano 21 y 23, no por trillados menos bienvenidos ni menos difíciles. Ambos salieron airosos. Desde su irrupción con las Variaciones Goldberg, Dinnerstein ha crecido como intérprete, algo que se comprobó en la digitación ágil y precisa, en la espontaneidad y lirismo que imprimió a cada movimiento y que alcanzó su máximo esplendor en el sublime adagio del 23, esa conversación íntima de Mozart vaya uno a saber con quien, si con él mismo o con el Creador, resultante en uno de los momentos musicales que apuntan a la eternidad. Tanto pianista como orquesta estuvieron a la altura del compromiso.

Con toda razón se dice que el secreto para interpretar Mozart está en el nombre (en alemán“zart” es suave, delicado). Mas allá de algún desliz de la flauta y maderas, la orquesta respondió con un espíritu de ensamble envidiable, perfectamente calibrada, atentamente dirigida por Padrón, responsable tácito, poco visible pero esencial al éxito de la noche, un director de sobriedad nata que sabe cómo y cuando comunicar. La orquesta liceística posee un sonido particular, una textura diferente, ni suntuosa ni en exceso historicista, acostumbrados a una opulencia no siempre acorde al estilo, el grupo habanero pudo sonar un tanto seco y severo pero vale decir que nunca fue erróneo en su apreciación mozartiana que salta por sobre la obvia precariedad de sus instrumentos para convencer con su fervor artistico y profesionalidad. Dinnerstein usó las cadenzas de Busoni, aportando un toque romántico que no estuvo fuera de lugar y mostraron su dominio del instrumento.

Cerró la noche la suite de Appalachian Spring en versión camarística contraponiendo los colores plasmados por Fariñas, pintando la vastedad americana como ningún otro con excelente aporte de las cuerdas y en la efectiva sencillez de la canción “Simple Gifts” cuya letra pareció reflejar la intención primera del evento, «el regalo de ser simple, de ser libre, del lugar donde hay que estar a través de la verdadera simpleza».

El bis no se hizo esperar con la exuberante versión de El manicero de Moises Simon debida a Jenny Peña con los integrantes cantando, moviéndose al ritmo contagioso sin contar con un duelo de violines y trompetas que sacandose chispas brindaron un desenfado y algarabía que invadió la sala.

En definitiva, Mozart y «secuaces» fueron los artífices de este puente necesario, fundamental, inevitable. Afortunadamente, más allá de la anécdota, mas allá de la emoción quedó la música, base y artífice de este pequeño milagro.