Una Traviata para degustar «á la Verdi»
La satisfacción que proporciona una buena función de ópera equivale a la de una suculenta comida. Y a propósito, no estuvo lejos del banquete La Traviata que cerró la temporada de Florida Grand Opera .
La inmortal página de Verdi se vio apuntalada por la puesta en escena de la compañía estrenada en el 2008 que, tradicional a ultranza, es una demostración de oficio del equipo Bliss Hebert-Allen Charles Klein y cuyos mejores momentos se apreciaron en el frágil esplendor versus patética decadencia – vívido espejo de la heroína – dados por la continuidad visual del primer y último acto, amén de un vestuario rico en detalle y realización.
El renglón musical brindó bienvenida solidez y alguna que otra agradable sorpresa. Desde el coro en excelente forma a los papeles secundarios eficazmente servidos (destacóse el barón de Adam Lau y el doctor de Graham Fandrei) más los tres protagonistas que realizaron labores dignas de elogio.
Ópera cuyo peso reside en el siempre arduo personaje de Violetta, en Maria Alejandres se tuvo una encarnación de primera categoría. Si podría argumentarse alguna licencia tomada por la joven soprano mexicana, es tal su aplomo y convicción que echa por tierra cualquier reparo. Voz bellísima, de una sedosidad que por momentos recuerda a la época dorada de Anna Moffo, con la que no sólo salió airosa del Sempre Libera y del Addio del Passato sino también de los sutiles y espinosos tramos del segundo acto, una de las cumbres del grande de Busseto. Su seguridad vocal y falta de artificio le permiten hacer suyo el personaje sin esfuerzo aparente. Le cabe el mejor -y paradojal- elogio, el de ser una soprano que «canta» y se abandona al canto; cualidad hoy por hoy difícil de encontrar.
Si después de la Juliette que cantó el año pasado era previsible el buen desempeño de la protagonista, la sorpresa llegó con el joven tenor catanés Ivan Magrí quien trazó un Alfredo absolutamente creíble, físicamente ideal y vocalmente espléndido. Otro tenor para seguir de cerca con todas las condiciones para una carrera estelar. Completó el trío su compatriota– y en la dicción perfecta de ambos se tuvo una cuota extra de placer auditivo – Giorgio Caoduro, barítono dueño de una voz caudalosa y bien timbrada, capaz de trasmitir la emoción del Di Provenza, excelsa romanza de la lírica que viene librándose milagrosamente de ser raptada y masacrada por algún vandalismo musical de moda.
La orquesta no sólo enmarcó dignamente la velada, fue también protagonista gracias a Ramón Tebar, un maestro a la antigua que se ciñó fielmente a la partitura y cuya labor no acusó condescendencias ni amaneramientos sino que iluminó detalles e instancias usualmente pasadas por alto y que son esenciales al estilo verdiano. Detalles que se evidenciaron en el ejemplar delinenamiento de las cuerdas en los preludios al primero y último acto, con ritardandos y diminuendos que pintaron una melancólica, irrefutable atmósfera de época o en los hoy desacostumbrados tempi rápidos y vigorosos que en el momento exacto acentuaron la urgencia de la pasión vivida en escena.
En síntesis, una Traviata balanceada con la justa dosis dramática, musicalmente noble, elegante, expresiva y afortunadamente, verdiana.