Tres auspiciosos regresos @ THE MET

Norma

Sondra Radvanovsky, flamante Norma metropolitana

Ni las consabidas peripecias del Onegin inaugural, ni la esperada rentree de James Levine en Cosí o el inminente estreno americano de la (seguramente) polémica Two Boys del joven Nico Muhly lograron eclipsar la vuelta de tres títulos que en la segunda semana de la temporada del MET neoyorquino se impusieron por derecho propio y bien ganados méritos.

Hay que ver Norma en vivo para captar en su totalidad las dificultades de un papel tan expuesto como implacable, que lo exige todo, máxime en un ámbito vasto como el del Met.  Epítome del repertorio belcantista, a esta suerte de enmascarada Medea de las Galias contadísimas, quizás ninguna  puede hacerle justicia. Si no vale nombrar, y menos invocar, a sus ilustres predecesoras, podría afirmarse que Sondra Radvanovsky salió airosa del desafío. Su triunfo metropolitano señala una consagración bien ganada que no está exenta de reparos. Actriz desenvuelta, de bella estampa y porte imperioso es, ante todo, una voz importante, dueña de un caudal inmenso al que une la rara virtud de apianar con admirable exquisitez (Casta Diva su mejor momento). No obstante, su timbre acerado en el extremo del registro exhibe cierta crudeza que no termina de convencer a sectores del público; por otra parte vale recordar que grandes exponentes del personaje tuvieron voces que entraban en la categoría de “gusto adquirido”. Radvanovsky es una.

Aún con facetas expresivas y vocales que pulir y asimilar, esta Norma de Radvanovsky – las últimas funciones estarán a cargo de la ascendente Angela Meade – representa una asunción destacadísima que merecía una nueva puesta en escena y un director acorde. Se usó la firmada por John Copley en 2001 que conceptual y visualmente revela más edad de lo que debiera, opacando el resultado total mientras que la dirección de Stephen Pickover se limitó a dirigir el tránsito, detalle inocultable cuando se trató del coro.

La lírica Adalgisa de Kate Aldrich fue interpretada con cabal honestidad, tomando ventaja de la sonoridad mate de su instrumento en los enfrentamientos con su rival aunque no logró equiparársele, algo que en volumen pudo sin esfuerzo el Pollione de Aleksandrs Antonenko. Con su emisión estentórea, brillante, sin dudas impactante, el tenor letón – reciente Otello con Muti – incita a la polémica pero no dejó de ser un lujo como el procónsul romano. El veterano James Morris – otrora gran Wotan – cantó un Oroveso rutinario deslucido por su amplio vibrato.

Afortunadamente en el podio, Riccardo Frizza fue un belcantista de raza que supo enfatizar el eslabón que es Norma entre Glück y Verdi con una orquesta que le respondió óptimamente. El joven bresciano es otro de los talentos con que cuenta el Met para continuar su tradición del repertorio italiano y que, en definitiva, supo apuntalar y redondear el trabajo de esta prometedora, flamante Norma americana.

A Midsummer Night's Dream

Sueño de una noche de verano de Britten por Tim Albery – foto Marty Sohl

A diferencia de la ópera de Bellini, las dos puestas siguientes se transformaron en absolutas protagonistas compitiendo con el elevado nivel musical. Firmadas respectivamente por Tim Albery-Antony McDonald y William Kendridge, Sueño de una noche de verano y La nariz fueron ejemplos de estética visual al servicio de la música, capaces de convertir a un neófito a estos compositores pese a ser obras atípicas, lejos de títulos establecidos como Lady Macbeth de Mtsensk o Peter Grimes.

Para no quedar en la retaguardia frente a otras casas líricas en la celebración del centenario de Britten, el Met revivió la puesta de 1996 que en franco contraste con la de Norma, mantiene plena vigencia. Obvio homenaje a la obra de Howard Hodgkin, el trabajo de Albery no puede ser ni más británico ni mas en concordancia con el espíritu del texto y de la música. Al simple e ingenioso escenario, mágico y colorido, sumó un vestuario igualmente imaginativo. Otro puntal fue la dirección de James Conlon, sazonado britteniano, meticuloso e inmaculado en la definición de planos y climas de esta curiosa adaptación del bardo por Britten y Peter Pears en 1960.

Contribuyó al éxito un elenco sólido donde se destacó el excelente cuarteto de amantes – Joseph Kaiser, Michael Todd Simpson, Erin Wall y Elizabeth DeShong – más el estupendo Iestyn Davies como Oberon y Kathleen Kim como Titania. Mención aparte merece Matthew Rose y su “troupe rústica” con un desparpajo fresco e inusual en un escenario lírico. En una sala tan inmensa, la deliciosa resolución por Albery de esta ópera íntima tuvo el encanto e inocencia requeridos para plasmarla como se debe.

Más que La Nariz, vale perder la cabeza por el trabajo realizado por William Kentridge para la ópera prima del joven Shostakovich. Es simple y llanamente, un clásico instántaneo. Pocas veces se ha visto mejor amalgama entre foso y escena; pocas veces, un pintor trazó una escenografía con una impronta tan fuerte que a la vez realce las virtudes de la música, de esa «granada anarquista contra los burócratas del régimen» cuyos trazos rechinantes preanuncian las caricaturas del ballet El Perno. Uniendo rigor a imaginación prodigiosa, el artista sudafricano exalta la corrosiva partitura sobre el cuento homónimo de Gogol casada perfectamente con la música de Shostakovich.

De ribetes cinematográficos – son doce cuadros en tres actos continuados – ambiciosa, ecléctica, ruda, chirriante, sarcástica, asimismo refinada y perspicaz, la ópera del críptico – a la fuerza – Shostakovich puede leerse desde varias perspectivas.  Kentridge opta por un desmesurado y a la vez sucinto marco, echa mano a todos los recursos visuales disponibles (replicando a Shostakovich al fusionar estilos musicales) hasta conjurar una unión indivisible que evoca a Tatlin, Rodchenko, Meliès y el constructivismo soviético. Un elaborado mecanismo de relojería, claustrofóbico, kafkiano, pleno de humor, que deslumbraría a su creador. Esta “Nariz de Kendridge” es una joyita e invita a imaginar lo que el artista podría hacer con obras como Petrouchka, La mujer sin sombra, Mahagonny, El castillo de Barba azul o un Wagner, a propósito de Gesamtkunstwerk. La buena nueva es que Kentridge ya trabaja en otra ópera para el Met en 2015, nada más y nada menos que Lulu.

En el renglón musical, esos mismos, imperativos contrastes fueron despachados con acostumbrada naturalidad por el atareado Valery Gergiev ( inmutable a controversias extramusicales también dirigió Onegin y la orquesta del Mariinsky en Carnegie Hall) que enfatizó la veta camarística y sinfónica de la obra. Esa “nasalidad” tan acorde como despiadada en la tesitura vocal, jugó a favor de los intrépidos protagonistas – Andrey Popov, Alexander Lewis, Sergey Skorokhodov y el barítono brasileño Paulo Szot a cargo de Kovalyov – y un elenco de veteranos integrado por figuras como Barbara Dever, Maria Gavrilova, Michael Myers y Vladimir Ognovenko.

En definitiva, tres auspiciosos retornos que sirvieron al Met para reavivar la mítica Norma, recordar el mundo ambiguo de  Britten y reencontrar una nariz perdida, definitivamente «hallada» por un genial Kentridge que incita a experimentar con nuevas propuestas. No será fácil dominar la expectativa a la espera de Lulu

* El próximo sábado 26 de octubre, La Nariz será transmitida en la serie Live in HD

(click para ver un adelanto)

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Escenas de La Nariz de Shostakovich por William Kendridge – foto Marty Sohl

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