Isolda, muerta de amor ya cumplió 150

Yseult

Acaba de cumplir ciento cincuenta años y si se murió de amor está mas viva que nunca. No es la niña de Guatemala sino Isolda, una parienta mas norteña que la de José Martí y en general bastante mas robusta. Es la media naranja de Tristan y si hay química – y voz – unidos por la dulce palabrita (sic) “und” pueden enloquecerse o peor, enloquecer al público. Tristan ya no es mas Tristan, Isolda ya no es mas Isolda, ya son el otro. Se fundirán al unísono para engendrar un monstruo que asustó al mismo Wagner: “sólo se salvarán las representaciones mediocres, una perfecta podría llevar a la locura”. Aquello que para Bruno Walter “había dejado de ser música” porque era mucho más, una experiencia trascendental. En resumidas cuentas, aquello que tanto fanáticos como detractores veían como adicción, como una droga mas poderosa que el opio o el alcohol: la música. Esa droga letal encarnada en el filtro de amor que ha vertido la hechicera Brangania en la copa con la que Isolda pretende envenenar a Tristan, el asesino de su prometido y sobrino del viejo rey de Cornualles hacia el que la conduce a casarse. Ambos tomarán de esa misma copa, el odio se transformará en amor y el resto será historia.

Hace siglo y medio – después de seis años intentando “tocar esa música intocable” – arribaba el célebre acorde Tristan y revolucionaba la música para siempre. Ese acorde inicial aparentemente inofensivo (en simple criollo “lari-la…RA”) desataría polémicas, suspiros, escándalos, estremecimientos, odios y desmayos. Será para Leonard Bernstein “el eje central de la historia de la música”.  Suerte de punto-G en un drama que se ha relacionado con el coito interrumpido y que se resuelve en el orgasmo final, en esa transfiguración rotulada Liebestod (muerte de amor). Ese mundo de ansiada noche eterna, ambivalente, impreciso, desde entonces y para siempre llamado “tristanesco”, de aguas de vida y muerte, de venenos y bálsamos que tan bien describió Susan Sontag en “Los fluidos de Wagner”, ese fluido esencial que todo lo cambia y aquí alcanza su apoteosis en un viaje sin regreso donde el mar es vehículo y protagonista tácito. Ese ir y venir de un océano sonoro, ominosamente descripto en el preludio y que envolverá al drama musical hasta la última nota.

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Cada uno de los tres actos comenzará con desesperada ansiedad atormentando a cada protagonista hasta la llegada del otro, para entonces aliviarse, abandonar la conciencia y penetrar en otra dimensión, lejos de toda convención social y del mundo como obstáculo en un literal aniquilamiento mutuo acunados por una “melodía ininterrumpida” (y que Hollywood usó en 1955 como Melodía interrumpida en su «versión libre» de la vida de Marjorie Lawrence, que paralítica se «levantó» cantando la Liebestod). El particular enfoque wagneriano del tiempo – incluso en la duración de la obra -, la exaltación desmesurada, la confesión íntima en un espacio épico, la voz emergiendo visceral por sobre una orquesta de cien instrumentos, descolocaban a un público enfrentado con algo totalmente nuevo. Y los cantantes, pobres, se lanzaban a una aventura de resistencia vocal extrema, tan extrema que quizás causó la muerte a los 29 años de Ludwig Schnorr von Caroslfeld, el primer Tristan, verdadero conejito de Indias de Heldentenor. Malvina, su mujer, fue la primera Isolda en el estreno mundial en  Munich el 10 de junio de 1865, con el enajenado rey Ludwig II sufriendo a la par en un palco. Dirigía el gran Hans von Bülow, su mujer Cósima Liszt lo abandonaría por Wagner quien por entonces conjugaba todas las versiones de la leyenda celta de Tristan et Yseult para proyectarse como Tristan en su amor sublimado por Mathilde (Isolde), la mujer de su benefactor Wesendonck (rey Marke); mientras Minna, su primera esposa, hacia mutis por el foro. La realidad wagneriana superaba con creces la ficción escénica wagneriana.

Debieron pasar once años para que subiera otro Tristan a escena y la máquina de picar voces (y vidas) siguió afilándose. Los directores Felix Mottl y Joseph Keilberth murieron después de dirigirlo en 1911 y 1968 respectivamente, ambos en el mismo Teatro Nacional muniqués del estreno mundial. Si bien sobrevivieron, pocos superaron el reto de encarnar al héroe, desde Jean de Reszke al “gran danés” Lauritz Melchior, los alemanes Max Lorenz, Günther Treptow, Ludwig Suthaus y Wolfgang Windgassen, el sueco Set Svanholm, el chileno Ramón Vinay y el canadiense Jon Vickers, un animal escénico herido y feroz. Con diversa suerte, Siegfried Jerusalem, Rene Kollo, Peter Hofmann y Ben Heppner navegaron el fin del siglo XX mientras Plácido Domingo sólo se animó en el estudio de grabación para cumplir con su sueño dorado de tenor inoxidable.

De la trituradora tampoco se libró Isolda aunque sea la que lleve las riendas, odie, incite, seduzca, se entregue, conste que sólo en el primer acto canta mas que su prima Aïda en toda la ópera, y claro, muere exhausta al final del tercero pero, de amor. Personaje multifacético, vocalmente imposible, apto para mezzos asopranadas y viceversa, con agudos temibles que hicieron a Jessye Norman refugiarse sólo en la irresistible Liebestod, algo que también hicieron las ilustres Leonie Rysanek, Leontyne Price, Julia Varady, Shirley VerrettChrista Ludwig – que sabiamente se negó al pedido de Karajan de cantarla completa – y hasta la lírica Felicity Lott en un sublime arreglo camarístico. Quisieron darse el gusto y se lo dieron, qué tanto, sin olvidar que para Renata Tebaldi y Maria Callas fue Dolce e calmo. También se lo dió Horowitz en la transcripción pianística del “suegro Liszt”.

Otras mezzos y aledañas lo abordaron completo aunque a veces hubiera que arañar los agudos, bastó con las extraordinarias Martha Mödl o Astrid Varnay en el «Nuevo Bayreuth» de Wieland Wagner en los años cincuenta, o Helga Dernesch con Karajan y hasta hace poco la volcánica Waltraud Meier.

De las colosales Isoldas “místicas” de preguerra – Lilli Lehmann, Lillian Nordica, Olive Fremstad, Felia Litvinne, Johanna Gadski, Helene Wildbrunn y otras – hasta la alemana Frida Leider y la francesa Germaine Lubin que tuvo la desgracia de ser la Isolda preferida de Hitler, y sin contar con Elisabeth Ohms, Helena Braun, Gertrude Grob-Prandl y Erna Schlüter, la culminación llegará con Kirsten Flagstad. La noruega arribará bien pasados los cincuenta y tantos al Colón porteño pero parará la orquesta  de asombro y Erich Kleiber pronunciará “Señores, de pie ante la mas grande”. Años después será conminada por Furtwängler para testimoniar una voz como no hubo otra, la reverberación del bronce, en un registro histórico que para ser perfecto pecó al pedirle a la señora Schwarzkopf (esposa del productor) los agudos de la narración del primer acto que ya le costaban a la diosa veterana.

Las inglesas y americanas no se quedaron atrás con Helen Traubel, Margaret Harshaw y Eileen Farrell (que además dobló a Eleanor Parker en Melodía interrumpida), luego llegaron Christine Brewer, Jane Eaglen, Deborah Voigt, Johanna Meier, Linda Watson, Gwyneth Jones, Anne Evans, Susan Bullock ademas de Hildegard Behrens, Violeta Urmana y tantísimas más e incluso Montserrat Caballé pero, ninguna superó a Birgit Nilsson, totalmente diferente a Flagstad pero a la postre su sucesora. La inefable sueca dueña de agudos como lásers llegaba al final fresca como una lechuga. Desde Bayreuth al Colón, desde el Met al Japón para la última vez que subió a escena la célebre producción de Wieland Wagner, afortunadamente preservada en un video en blanco y negro. Al pedírsele la mágica receta de tantas Isoldas por tantas décadas respondió con su acostumbrado desparpajo “Un buen par de zapatos”.

Isolda inspirará a los pintores prerrafaelistas, a Aubrey Beardsley, Egusquiza, Dalí y a David Hockney para una puesta multicolor, a Jean-Pierre Ponnelle y luego Heiner Müller en Bayreuth, a Patrice Chéreau, a los arquitectos Herzog & De Meuron en la opera berlinesa y a Bill Viola para una experiencia visual inolvidable, enmarcará la perturbadora Melancolía de Lars von Trier, contribuirá al purgatorio de Berlin Alexanderplatz de Fassbinder y será la purísima voz mozartiana de Margaret Price en el esencial registro de Carlos Kleiber, mas esencial aún desde el foso de Bayreuth.

La sensación del nuevo siglo se llama Nina Stemme, acompañó a Domingo en la integral con Pappano, arrasó en Glyndebourne, Londres, Houston, Berlin y abrirá la temporada metropolitana en una flamante puesta del polaco Trelinski. “Hipoteque a su abuela y vuele a Estocolmo a verla” clamó un crítico y no exageraba. Hacía falta una Isolde así, la sueca es un rara-avis, voz inmensa, oscura, aterciopelada y pareja sumada a estampa y actriz de fuste que definió el personaje como “Una maratón que requiere un estado del ser”.

“Al crear el personaje de Isolda” dice Edouard Sans “Wagner participa en el siglo XIX alemán, el siglo de la adivinación del inconsciente, del sueño incansablemente perseguido de lo absoluto y la unidad y del subjetivismo melancólico”.

Y para terminar, del momento en que Isolda expira en una grandiosa «petite-mort» resolviéndose la tensión musical de toda la obra se ha escrito casi tanto como del famoso acorde inicial. Hasta se ha dicho que es música que suena peor de lo que está escrita, mentiras, la intangible unión de los amantes es el triunfo de la música y también de sus silencios, experimentarla vale la pena una y otra vez, es tan adictiva como entrar en el mar, quizás como ella misma describe en su ultimo suspiro desintegrarse en la reverberación del aliento universal… claro que mucho mejor con un “buen par de zapatos”.

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Bill Viola – Tristan und Isolde

los esenciales 

* WILHELM FURTWÄNGLER – FLAGSTAD, SUTHAUS, THEBOM, FISCHER DIESKAU, EMI 1952

* KARL BÖHM – NILSSON, WINDGASSEN, LUDWIG, WÄCHTER, DG BAYREUTH 1966

* CARLOS KLEIBER – M.PRICE, KOLLO, FASSBÄNDER, FISCHER DIESKAU, DG 1982

* DANIEL BARENBOIM – W.MEIER, JERUSALEM, BAYREUTH DVD MULLER 1990