Tannhäuser en Bayreuth y el Síndrome de Estocolmo
Viendo el Tannhäuser del Festival de Bayreuth 2014 cabe preguntarse si el devoto público que esperó pacientemente, algunos hasta una década, por una onerosa entrada que le posibilite la peregrinación a la verde colina no sufre del Síndrome de Estocolmo; si tanto los que aplauden como los que abuchean no están secuestrados, debatiéndose en una suerte de esquizofrenia de la que Tannhäuser, a la postre, es su mejor exponente.
En este caso, como en tantos otros, la radical reelaboración del drama musical wagneriano actúa como boomerang a la exhortación del compositor “Kinder, schafft Neues!” (“Niños, creen algo nuevo”) cuando la línea entre la experimentación y el disparate ha sido borrada, cuando la energía consumida en devanarse los sesos tratando de captar el mensaje del régisseur no permite la apreciación de la música. No debería sorprender que esta experimentación pronto alcance a la misma música, ya nada ni nadie está exento.
En lo visual, esa fealdad se manifiesta en mugre escénica y una desprolijidad adrede que contamina la vista sin contar el costo sideral de la producción. No hay hacia donde mirar con la excusa de una conceptualización que a los veinte minutos deja de importar. Además, en una ópera de más de cuatro horas se le agregaron interminables cuartos de hora sin música donde se ve el armado escenográfico (y en un teatro con butacas de madera donde no hay manera de salir una vez sentados, es un suplicio «wagneriano»).
La puesta de Sebastian Baumgarten lleva la búsqueda y exploración contínua pedida por Wagner a un desatino abigarrado y tedioso hasta caer en una fosilización que literalmente acaba con el postulado original. En comparación, hasta las recientes, y no tan recientes, osadas producciones de Robert Carsen (el héroe como pintor), Kasper Holten (el héroe como escritor), David Alden en Munich o el lamentado Nikolaus Lehnhoff resultan convencionales, ni que decir con la aún impactante de Götz Friedrich de Bayreuth en 1980. La dicotomía del personaje, su lucha interior y su encuentro con el mundo real se ve reducido a un escenario originado en una instalación del artista holandés Joep van Lieshout que evoca los procesos de la vida en un laboratorio o caldera, quizás el concurso de canto del Wartburg halla sido inspirado por la escena de la insólita competición canora de Y la nave va de Fellini.
Por si esto fuera poco, Venus está en avanzado estado de embarazo y se pasea con un chupetín hasta tener la cría al final de la ópera mientras Elisabeth canta en poses de yoga, se mueve espasmódicamente y acaba autocrucificándose al terminar el segundo acto. El poeta Wolfram se rasca algún picor ignoto y el coro en uniforme de mucama (ellas) y en camiseta (ellos) barren, acomodan, pasan la escoba o un trapito por las axilas después de haberse abrazado amorosamente, será porque están en Bayreuth y el verano de Franconia quema cuando no hay aire acondicionado o se trata de un pedido subliminal para que lo instalen de una vez. Hartos de ver a los cantantes gesticulando crípticas alegorías, el coro se transforma en zombies, body snatchers, o trogloditas que saltan como simios felices con la expiación del héroe… En este caos escénico no hay descanso para la indigestión visual, sólo queda la piedad para con intérpretes y asistentes.
Si Tannhäuser ejemplifica la lucha de dos mundos opuestos, Baumgarten lo logra al enfrentar lo escénico con lo musical que, en las antípodas ofrece una altísima calidad. Desde el abismo místico, la orquesta surge maravillosa bajo Alex Kober (amén de dos momentos de concertación dudosa en el primer acto, entre escena y un foso que causó problemas al mismísimo Georg Solti que nunca regresó) y un coro magistral dirigido por Eberhard Friedrich que conmueve como muy pocos, o ninguno, en el mundo. La Venus de Michelle Bredt cumple así como el excelente Wolfram de Markus Eilche aunque las palmas se las lleve la Elisabeth de Camilla Nylund y en especial, el notable Tannhäuser de Torsten Kerl. El tenor danés no sólo logra llegar fresco al final en uno de los papeles mas demandantes de la literatura para su cuerda sino que su sonido luminoso recuerda a tenores de la talla de Wolfgang Windgassen. Suele suceder que el rol titular es el talón de Aquiles del elenco, no en este caso y esa es la mejor noticia. Vale mencionar al Langrave de Kwanchul Youm así como la frescura aportada por el pastorcito de Katja Stuber.
Crear controversia per se parecería ser el motivo de esta escenificación de una de las óperas mas bellas del repertorio, la que queda reducida a un tedio descomunal gracias a la aridez de una propuesta que acaba fagocitándose. El despropósito sólo se justifica en la impecable realización musical, por ende, hubiera sido aconsejable un CD.
Si música y escena significan lo santo y lo profano, la meta está lograda. Mientras el Met revive un clásico de casi cuarenta años (transmisión en cines el 31 de octubre), la de Bayreuth sugiere que esta vez los niños han ido demasiado lejos, y no por escandalizar sino por cansar con un discurso pretendidamente intelectual que por rebuscado, distrae y aburre. Y eso, en cualquier escenario, es pecado mortal.
- WAGNER, TANNHÄUSER, KOBER, OPUS ARTE OA 1177