Brillantez y hondura, dos facetas de la NWS
Una noche con alguno que otro «bemol» protagonizó la New World Symphony en el Knight Hall del Arsht Center, un ámbito ajeno a su sede de Miami Beach que utiliza un par de veces al año y vale destacar que si su capacidad no fue colmada se advirtió un buen porcentaje de público joven así como muchos recién llegados. Bienvenidos.
Y porque el programa en cuestión hubiera sido ideal vehículo a su creador y director, Michael Tilson Thomas, experto en las sutiles texturas y coloridas explosiones del repertorio francés – más aún si como en este caso se trataba de Debussy y Berlioz – y ni qué decir de Gershwin, compositor por el que no sólo tiene afinidad indudable sino que comparte entrañables lazos diríase familiares. En esta ocasión el liderazgo fue delegado al milanés Roberto Abbado que visita por segunda vez la orquesta dejando una impresión mixta mas allá de eficaz solvencia profesional premiada con los aplausos y ovaciones de rigor en estas latitudes.
En las tres composiciones que integraron la velada se advirtieron curiosas flaquezas en la concertación y una que otra indecisión en los minutos iniciales; en especial durante el comienzo para el Preludio a la siesta de un fauno y en la Reverie de la Sinfonía Fantástica. El director de ilustre apellido no tardó en obtener control y la obra se deslizó con la sensualidad requerida así como la gran sinfonía berlioziana con el brillo correspondiente y como formidable muestrario de las posibilidades de una orquesta. Destacadísima intervención de arpas, bronces y cellos e imposible no mencionar la flauta, tubas y percusión que en la Marcha al cadalso tuvo el impacto debido. El aquelarre final arrancó el entusiasmo de una audiencia enverforizada. La New World Symphony exhibió la seguridad y esmalte de orquestas de calibre mayor, todo un logro.
Afortunadamente habitual visitante de Miami, el eximio pianista francés Jean Yves Thibaudet entregó un Concierto en Fa Mayor de Gershwin de alta escuela, reconfirmándose su inveterada pasión por el jazz en una lectura que fue en varias instancias ahogada por la excesiva sonoridad del ensemble. Si bien debió competir con el fresco recuerdo de la sensacional Yuja Wang y Michael Tilson Thomas sacándose chispas hace pocas temporadas, Thibaudet salió airoso sin el menor esfuerzo. En los momentos quietos y en el segundo movimiento afloró toda la exquisitez y colorido de un pianista de raza. No hubo bises.
Exactamente una semana después, en su sede y bajo MTT más el distinguido aporte del violinista Christian Tetzlaff se tuvo uno de los mejores conciertos de la temporada. La dupla Tetzlaff-MTT viene ofreciendo una excelente asociación; un memorable Bartok, Bach y mas cercano en el tiempo un programa Brahms-Mahler (Cuarta Sinfonía) y ahora un regreso con Mendelssohn-Mahler (Quinta Sinfonía). En todo caso, una feliz conjunción de elementos por la sucesión natural de Mendelssohn hacia Mahler, y la encarnación del mas decantado lirismo germánico del romanticismo temprano y tardío respectivamente por los dos máximos compositores centroeuropeos de origen judío.
Como hace poco el francés Renaud Capucon, el alemán brindó un Concierto para violín de Mendelssohn singularísimo, de estirpe camarística que suscitó algunas sorpresas en «old timers». No obstante, su enfoque e interpretación superaron toda expectativa. Aún pueden descubrirse nuevas facetas en una de las obras mas trilladas (y bellas) de la literatura violinística, composición que fue prohibida por la ignorancia nazi y que irónicamente pinta con belleza sin par el paisaje alemán. De un lirismo y elegancia proverbial, Tetzlaff fue pez en el agua nadando entre música y poesía; inmaculado y personal, jugando con tiempos rápidos y fogosos sin jamás traicionar la “línea de canto”. Hubo reciedumbre, transparencia y claridad, pareció cantar con su violín y entablar el necesario diálogo con una orquesta que lo escuchaba fascinada. Su natural virtuosismo se evidenció en la falta de amaneramiento y también en la infinidad de matices sonoros que mantuvieron a la audiencia absorta. En otra demostración de clase regaló como bis una partita de Bach que recordó cuánto le debemos a Mendelssohn en el redescubrimiento del padre de la música. Una actuación magistral de un músico total.
La buena racha siguió con MTT liderando una Quinta de Mahler de características únicas y milagrosamente ajustada a la acústica del auditorio, lo que no siempre sucede en sinfonías de gran envergadura como ésta. Con la misma bienvenida frescura del Mendelssohn, MTT abordó la monumental sinfonía de 1901. Si en la música de Mahler las despedidas son una constante, en esta el compositor despide al siglo y su época. Aquí y allá emergen escenas de un pasado reciente, valses que aparecen y desaparecen en torbellino como en El arca rusa de Sokhurov, una brisa tchaicovskiana, el encanto vienés, “lo que le dice el universo”; despedidas, despedidas envueltas en la música fúnebre que sienta el tono a la obra desde la fanfarria inicial. Del otro lado, lo que vendrá, la incertidumbre, el miedo, la confusión, de Klimt a Ensor de un santiamén.
MTT plasmó cada instante con maestría, pasando páginas del libro de una vida, sin remordimientos, mirando al futuro. Un Mahler clarísimo, internalizado, de ribetes filosóficos, quirúrgico, mas que enraizado en el lustre severo de la tradición centroeuropea se diría que fue un Mahler para el nuevo mundo. Liviano, volátil, sin dramas extras, fue un panorama de dos eras, abriendo una puerta hacia lo desconocido. El célebre Adagietto señaló el momento más sublime de una noche sin estridencias ni sonoridades extremas. Original y necesario, completó el efecto balsámico al que la necesitada audiencia se entregó complacida.
Separadas por una semana la NWS brindó espectacular brillantez en la primera noche y en la segunda, la reflexión que sólo la belleza de la música pura puede despertar.