Eugenio Onegin, ese elusivo personaje

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Ralph Fiennes como Onegin (1999)

Ópera fascinante por donde se la mire. Grandiosa e íntima, intensa y delicada, clásica y romántica, campestre y mundana, rusa y universal, Eugenio Onegin, quizá sin querer sea el mejor ejemplo que Tchaicovsky dejó de su obra y de su vida. Podrá argumentarse que el Primer Concierto para Piano, el Concierto para Violín, El lago de los cisnes, El Cascanueces o sus últimas tres sinfonías, brutal seguidilla del destino simbolizada por la cuarta, quinta y sexta – Patética – adquirieron mas fama; no obstante, Onegin muestra al al esencial Tchaicovsky, al mas secreto que todos deben conocer.

Haberse basado en el célebre clásico de Pushkin fue su excusa; en una curiosa maniobra se apropió del personaje, pintó su autorretrato para crear una ópera única en el repertorio donde hasta el protagonista, no es el habitual tenor, sino un barítono.

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Dmitri Hvorostovsky

Ópera favorita de todo conocedor e incluso de sus detractores que deben rendirse ante la sabia amalgama de elementos sinfónicos y operísticos, ante la ausencia del sentimentalismo que se le achaca en otras composiciones. Aquí no hay desbordes ni edulcoramientos sino puro sentimiento, vibrante emoción, sumada aquella lacerante intensidad de la Patética con la gracia torrencial de la Serenata para cuerdas.

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El matrimonio Tchaicovsky

Ópera que es melodía de principio a fin, y en ese renglón se hermana con La Traviata de Verdi, es un ensayo de vida, una confesión mas que confidencia, mas contenido que continente; entre coros y danzas se está frente a una pieza que, como Mozart, debe leerse entre líneas para adivinar y aprehender el significado. Tchaicovsky no pretendió intelectualizarla, fue su catarsis, su pintura emocional, a brochazos impulsivos que al plasmarla se diluyeron en una serie de postales de época engañosamente plácidas, como en Werther, donde también hay una carta fundamental. Cartas que abren y cierran posibilidades, la que Tatyana escribe a Onegin es el núcleo de la ópera así como las dos cartas de su vida, la que le escribió su futura esposa Antonina declarándosele o aquella abrupta donde su mecenas Nadezhna von Meck terminaba su peculiar relación.  En esa sutil radiografía que se opera en cada personaje, en ese doble juego Tchaicovsky muestra su óptica del mundo que lo rodeaba y lo asfixiaba.

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Ópera que a diferencia de la mayoría, donde las bajas se cuentan al por mayor, hay sólo una muerte, precedida por su aria mas famosa que en la incomparable voz de Wunderlich (ay, en alemán!) suena aún mas celestial (imposible olvidar los legendarios Kozlovsky o Lemeshev seguidos por Gedda y Bjorling). Aquí la verdadera muerte es la de la esperanza para ambos cuando Tatyana dice “adiós”.

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Nadezhna von Meck

A diferencia de otras no hay actos sino sólo escenas líricas, más (o menos) espectaculares, camarísticas o grandilocuentes, ambas funcionan. La original fue en el conservatorio moscovita de allí al escenario del Bolshoi hubo un gran paso y el estreno en Hamburgo en presencia de Tchaicovsky, lo dirigió nada menos que un entusiasta Mahler que no se equivocaba como tampoco se equivocó con amar Cavalleria Rusticana.

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Galina Vishnevskaya

Hoy, esa ambigüedad constante en toda la ópera es opíparo bocado para los directores de escena; ejercitar esa sugestiva doble mirada. Algunos supieron desnudar su esencia y trasladarla exitosamente a nuestra época. Frente al grito en el cielo de la veterana Galina Vishnevskaya – la Tatyana de referencia cuya sucesora bien podría ser Anna Netrebko – al ver el “crimen cometido” por Dmitri Tcherniakov, revelando un Onegin originalísimo  o los que habría tenido de haber visto la de Stefan Herheim y su desfile de personajes históricos, Vladimir Putin incluido, o la puesta de Warlikowski centrada en una relación homosexual entre Onegin y Lenski. Mas poéticos, Carsen y Holten crearon deslumbrantes lecturas intimistas, en última instancia, mas acordes con el espíritu de la obra, tanto más que aquellas convencionales, acartonadas producciones de los teatros rusos reducidas a una hoy risible batería de gestos y poses.

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Kwiecien y Beczala en el Met

Desde el cine con la película homónima de Peter Weigl usando la versión musical de Georg Solti a la desenfrenada La otra cara del amor (mejor título en español que el original The Music Lovers) donde Ken Russell pergeñó un delirante paralelismo que se acerca demasiado a la realidad a la de los Fiennes (y que aunque ex profeso, mucho perdió al quitarle la música de Tchaicovsky) al ballet de John Cranko y Dmitri Hvorostovsky que en nuestra  época lo encarnó como ninguno, Onegin se ha ganado ser la ópera rusa por excelencia. Mas allá de Boris Godunov, que es la cíclica e inexorable historia rusa, Onegin – antihéroe torturado, narcisista, cínico, egoísta, seductor, hermético, misterioso – llegó mas lejos y mas cerca, al corazón de quien la escucha porque Tchaicovsky supo traducir el alma de Pushkin- y su alma- a la música otorgándole merecida universalidad.

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La otra cara del amor de Ken Russell (1970)

A partir del 28 de enero bajo la dirección musical de Alexander Polianichko y escénica de Jeffrey Buchman Florida Grand Opera revivirá esta sinfonía de calladas emociones, este estudio de caracteres de una época que llega vigente hasta hoy porque es un retrato de la sociedad y la condición humana.

Ópera de cartas y de adioses, de respuestas evasivas y personajes desencontrados, valdrá la pena descubrir la verdadera identidad de este extraño personaje.

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Onegin, Fiennes (1999)

FLORIDA GRAND OPERA PRESENTA EUGENIO ONEGIN

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El zar Nicolas y Elisabeth «Ella» de Hesse vestidos como Onegin y Tatiana, foto de 1890

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