Salomé, una ópera para perder la cabeza

Salome – Jean Benner – 1899

Hace exactamente ciento diecisiete años y después de dos fracasos, Richard Strauss conocía su consagración operística en la monumental Semper Opera de Dresde. Treinta y ocho clamorosos llamados a escena para el compositor señalaban el principio del imparable derrotero de Salomé, su ópera mas osada, mas breve y hasta entonces mas perfecta. El fervor del público contrastaba con las críticas “abominable”y “perteneciente al campo de la patología sexual”. Para echar mas leña al fuego, al mismo tiempo Freud y Weininger publicaban sus teorías al respecto y todo desborde sexual era sinónimo de perversión y locura.

Este tsunami musical pergeñado por el bávaro consistió en un astuto destilado de la pieza teatral de 1896 del controvertido Oscar Wilde, combinando Biblia y erotismo, goce y horror, y así causar un escándalo tras otro, deliciosos escándalos de la época comparables a los parisinos de Parade de Satie, Bolero de Ravel, la siesta del fauno onanista, la consagración stravinskiana y el desayuno campestre de Manet.

En el caso de la princesa de Judea los escándalos y escandaletes se sucedían dentro y fuera de escena, desde las rotundas sopranos teutonas que se negaban a danzar los siete velos tapando pudor con moralina a los censores que prohibieron estrenarla al director de la ópera vienesa – Gustav Mahler! – o en Londres dirigida por Thomas Beecham imponiéndose en 1910 luego de arremeter contra el furor de Lord Chamberlain.

Acrecentado por el morbo, el éxito cundió y en dos años Salomé ya se había estrenado en cincuenta ciudades. Richard Strauss la pasearía por Graz – un estreno austríaco para avergonzar a la pacata Viena con Puccini, Schönberg, Berg, Zemlinsky, Alma y Gustav Mahler en la sala y hasta hay quien asegura un teenager llamado Adolf Hitler – el Colón de Buenos Aires en 1923, Paris en 1930 y mas tarde con Viena a sus pies.

El escándalo mayor llegará con el estreno metropolitano en enero de 1907, cuando el magnate J.P. Morgan encabezó la lista de patrones ofendidos ante tal inmoralidad escénica; su hija Louise resultó la principal horrorizada y agente promotor de la catarsis moralista. Los soponcios sucesivos y la presión de los patrocinadores lograrían borrarla del mapa hasta 1934 – aunque Mary Garden se dió el gusto en Mannhattan en 1909 y con su compañía de Chicago en 1922 – cuando recién regresó al Met; entonces la crítica proclamaría que Strauss entraba en el panteón musical sólo por virtud de Elektra y… Salome. No habían pasado tres décadas del “succès d’scandale” que desató la “Salomanía” para rehabilitarla como obra maestra y si pululaban los strip-tease de la heroína – la inclasificable señorita Maud Allan entre otras – Oscar Wilde aún era un innombrable en la sociedad británica.

Lo cierto es que en desarrollo y dinámica, Salomé es la primera ópera que en un solo acto de cien minutos se acerca a un género que ya hacía furor: el cine. Es un sórdido, tremendo crescendo que no culmina en la danza famosa; de hecho, el baile propone un descanso vocal a la cantante que luego deberá enfrentarse con la escena final – otra vez Strauss mago de las escenas finales –  una de las mas arduas de la literatura operística donde luchará contra una orquesta de cien mientras exorcisa sus demonios con la cabeza del profeta. Un beso fatal para perder la cabeza. Y la voz…. de hecho, rodaron voces no cabezas.

En su voraz despertar sexual, la caprichosa adolescente logrará enervar no sólo a madre y padrastro sino al público. Aún hoy, su “conversación” con la cabeza inerte puede provocar un rechazo tan visceral como lógico. Es una obra brutal plena de segundas intenciones y contrastes extremos cuyo tema no perderá vigencia, hoy menos que menos. Quien es el incitador, quien el predador, quien el abusador; la causa o el efecto, misoginia, decadencia que acaban con la vida del único que no teme a la verdad, lo que la desconcierta e inflama aún mas.

Desde “el amor que no se atreve a decir su nombre” –clara alusión homosexual de Wilde – al descubrimiento último de la protagonista que incluye un descenso al registro de contralto “el misterio del amor es mayor que el de la muerte” (y consiguiente amargo sabor del amor), Salomé propone un viaje sin escalas hacia un abismo sin retorno. Sus intrépidas cantantes dejaron atrás la puerilidad cinematográfica de Theda Bara y Rita Hayworth, han sido tantas como tantas las que le deben haber dejado su voz en el intento.  Las bellas Marjorie Lawrence y Maria Jeritza brillaron hasta la llegada de la mejor: Ljuba Welitsch, ideal absoluto. Quizás sólo la llorada Maria Cebotari pudo empalidecerla, su temprana muerte allanó el camino a Welitsch. Impulsiva, mercurial, caudalosa y clara, con su literal encarnación la búlgara arrasó por el mundo – en Londres la dirigió Peter Brook y Salvador Dalí diseñó la escenografía – pero, dio tanto que en pocos años Salomé había arrasado su instrumento. Fue un meteoro vocal inolvidable.

Ljuba Welitsch, el «meteoro» Salomé

A la búsqueda de la próxima Welitsch – de esa “Isolda de 16 años” un imposible que sugirió Strauss – Karajan descubrió a una perfecta Hildegard Behrens, Wieland Wagner animó a su musa Anja Silja y Sinopoli se la confió a  Cheryl Studer, otra gran soprano que no tardaría en esfumarse como Welitsch. Otras quedaron en el olvido. Menos frágiles, menos líricas pero mas resistentes las heroicas wagnerianas aguantaron estoicamente el esfuerzo de cantarla, algunas con extraordinarios resultados escénicos: Birgit Nilsson, Christel Goltz, Astrid VarnayInge Borkh, Leonie Rysanek, Gwyneth Jones y Nina Stemme. Otras coquetearon limitándose a grabarla o a cantar en concierto sólo la escena final para darse el gusto.

Desde la versión filmada de Götz Friedrich con Teresa Stratas o las osadas escenificaciones de Ken Russell y recientemente  McVicar en Covent Garden sin olvidar a la indomable Karita Mattila, la arrolladora fuerza del personaje tiende a que se olvide al noble barítono a cargo de Iokanaan, la detestable dupla Herodes-Herodías y la impresionante orquestación, una que puede desbocarse en todo momento, auténtica hidra de cien cabezas que fue domada por las batutas de Böhm, Krauss – ambos dilectos de Strauss – Reiner, Keilberth, Solti, Kempe, Karajan y unos pocos mas. El resto será devorado por un infinito abanico cromático y un lirismo que apela al contraste mas brutal. En color y estupor nadie puede negar que la ilustración musical lograda por Strauss supera las imágenes de Cranach, Luini, Caravaggio, Tiziano, Reni, Beardsley, Klimt, Stuck, Moreau, Regnault, Benner y otros sobre el tema.

Después de una ausencia de quince años, Salomé regresa para sacudir Miami y por primera vez al Arsht Center. Será cuestión de comprobar si es una ópera para perder la cabeza. No la perdió Richard Strauss que supo unir calma con ardor, astucia con teatralidad. Aún le faltaba la fenomenal Elektra – un otur-de-force femenino donde perfeccionará Salomé – y la vuelta a Mozart con El caballero de la rosa y La mujer sin sombra.

Cuando en Berlin, el Kaiser Guillermo autorizó levantar la prohibición con la condición que “la estrella de Belén se viera al final”, el monarca lamentó profetizar que Salomé significaría la ruina del compositor. El músico contestó “Bueno bueno, esa ruina pagó mi nueva casa”.

Karita Mattila por Richard Avedon

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SALOME – FLORIDA GRAND OPERA

27 DE ENERO AL 10 DE FEBRERO EN MIAMI-FORT LAUDERDALE

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