Tcherniakov, poeta de interiores desvela Tchaicovsky
Cada aventura de Dmitri Tcherniakov es también aventura -y desafío- para el público. El director la comparte y lo sumerge, es una immersión total que fascina o rechaza pero siempre sorprende. El niño terrible de la escena rusa apunta a un doblete – un arriesgado compromiso en cualquier género – tal como fue concebido originalmente, y que en su caso, se debe a una casualidad de programación que deviene en la idea de reunir como en su estreno de 1892 la ópera Iolanta y el ballet Cascanueces.
En los tramos finales de su vida, antes de la Patética, Tchaicovsky compuso esta ópera de cámara que al revés del ballet se hundirá en el olvido. Gracias a puestistas como él – o Stefan Herheim y Kasper Holten – es la enigmática figura del compositor la que reaparece como elemento intangible pero presente en todo momento. Tcherniakov ya lo hizo con Onegin (con la que despuntó a la fama en Occidente) para reincidir aqui. Las reiventa e interviene, convirtiéndolas en un rito de iniciación, misterioso, exagerado, cataclísmico, propio de la adolescencia, duplicando los personajes: los de la ópera son los del ballet. Como en una babushka, la ópera se inserta dentro del ballet y viceversa, y al final del ciclón la muchacha ciega queda sola para volver a empezar como mujer que ha dejado de ser niña, que ahora ve lo que antes no podía o no quería.
Tcherniakov hace teatro dentro del teatro, a la manera de la Ariadna en Naxos straussiana hace de Iolanta una representación doméstica a principios del siglo XIX en la Rusia zarista en un típico ambiente naturalista. Este poeta de interiores al igual que hizo en Onegin hace un trabajo de orfebre con cada cantante, de un detallismo tan obsesivo que resulta en una espontaneidad histriónica extraordinaria y a la que adorna con guiños de ternura cercanos a un lacrimógeno teleteatro. Lo cierto es que la magia funciona.
Adiós Edad Media, adiós Provenza y desde ya, afortunadamente adiós ratones, cascanueces y Navidad que pasa a ser cumpleaños. El ámbito burgués de Iolanta, en una deliciosa transición, pasa a ser la función de la ópera en una mansión de los años cincuenta, con luz, bailes y personajes que sugieren la perversa estética de Balthus o la cursilería americana de Siete novias para siete hermanos. Ni corto ni perezoso, como cualquier coreógrafo actual, abandona el cuento de Hoffmann, para transformarlo en uno apocalíptico digno de una pesadilla adolescente. Lo trata como un mosaico ecléctico, acude a tres coreógrafos – Arthur Pita, Edouard Lock y Sidi Larbi Cherkaoui – que aportan tres enfoques bien distintos, enfatiza la mejor música del ballet, la que no se advierte, la que esconde la tragedia y adelanta la Patética. En ese tapiz, emerge una foresta aterradora donde vagan animales fantásticos, lobos e hipopótamos, la danza de los copos de nieve es una tormenta en plena travesía al Gulag, los muñecos de infancia conforman un agigantado desfile pop, el vals de las flores está danzado por parejas que van envejeciendo mientras bailan y una casa (primero) y un planeta (segundo) devastado por una catástrofe natural acaban con todo. Los desparejos aportes coreográficos podrían ser el mínimo talón de Aquiles de la puesta, es lo único que no ha controlado bajo su obsesiva mano férrea.
En esta Iolanta se respira Chejov a puertas cerradas, con una soberbia Sonya Yoncheva como protagonista, a diferencia de Netrebko, la búlgara no posee la opulencia vocal de la rusa pero vive y canta el personaje hasta encarnarlo. Es una criatura estremecedora secundada por el notable bajo Alexander Tsymbalyuk como el Rey René, su padre, el brillante tenor Arnold Rutkowski, la veterana Elena Zaremba y Andrei Jilihovschi como su prometido Robert. Opera y ballet del Palais Garnier dirigidas por admirablemente por Alain Altinoglu completan un espectáculo que deja atrás infancia y adolescencia abriendole la puerta a la «gente grande».
En su atípica unificación parisina, Tcherniakov renuncia a los cuentos de hadas, encuentra el paralelismo entre ambas y las hermana logrando lo que no se vio en 1892. Un doblete tan fascinante como imperdible.
*TCHAICOVSKY, IOLANTA-NUTCRACKER, ALTINOGLU, DVD BEL AIR BAC145