El inexorable abrazo del Duque Bartók
Como primer postre de una temporada que termina – el segundo es la Novena de Gustav Mahler el 5 y 6 de mayo – los amantes de la música y artes visuales asistieron a una fascinante propuesta interdisciplinaria que demostró las posibilidades del New World Center de Miami Beach y que reverdeció los laureles de la única, magistral, ópera de Béla Bartók: El castillo del Duque Barba Azul (A kékszakállú herceg vára).
Fue un encuentro donde la excelencia musical se unió a la visual gracias a las proyecciones de Nick Hillel plenas de imágenes sutiles, mínimas, enriquecedoras; que sin distraer, complementaron. Dos disciplinas unidas que transformaron el espacio de Frank Gehry en un «castillo multimedia» al servicio de la música. Las puertas se cerraron y la audiencia quedó atrapada en el hermético «microcosmos bartokiano», en su abrazo inexorable, letal.
En 1911, hechizado por Pellèas et Melisande, con su bagaje folklórico y el grand-guignol del cuento de Charles Perrault a cuestas, Bartók se internará en el frondoso inconsciente. Como Paul Dukas en 1907, acudirá al simbolismo de Maeterlinck (Ariane et Barbe-Bleue) y con el libretista Béla Balàzs plasmará una obra absolutamente única, que desorienta, asusta e hipnotiza. Será un sublimado Barba Azul «pasado por Freud» que invita a abrir las siete puertas del laberinto del alma de otro Minotauro y la de su última Pandora que, en la figura de Judith – como Brunilda a Wotan – es su llave y espejo, su alter ego; con la diferencia que el húngaro – como Strauss en Elektra – logrará encapsular en muchísimo menos tiempo intensidades y largores wagnerianos.
El breve prólogo (a cargo del actor George Schiavone) alertó “Los párpados abiertos pero… damas y caballeros, donde estamos? Pues ni adentro ni afuera”. Las interpretaciones son infinitas, cada espectador tendrá una experiencia tan intransferible como la certeza de que la pareja jamás terminará de encontrarse y menos, Barba Azul a sí mismo. Joya musical y fábula del sacrificio, donde los pasos a través de tortuosos pasadizos y escaleras (reflejados en la repetición amenazadora de los cellos) llevan a los archivos de su vida, a secretos inconfesables, a vivencias irrepetibles. Encadenado a su pasado, cada acorde denota cómo “la procesión va por dentro”.
En este buceo – y pocas óperas tienen tanto «mar de fondo» – por encontrar la única llave que necesita para hallar su paz, la música navega por este gélido palacio donde las paredes suspiran, transpiran lágrimas, por una miríada de sonidos apagados, de acentos brillantes aplicados en asimétrica, rara progresión. Judith abandonó todo, entregándose a esta relación que la envuelve, inmoviliza, domina y redime. Víctima o victimario, Barba Azul es una alegoría del tiempo – cada una de sus mujeres es un momento del día y Judith será la reina de su noche enfundada en un manto de estrellas – y de nosotros mismos. Detrás de cada puerta está su vida, y la nuestra, con paisajes a los que no puede regresar ni cambiar.
La música emergerá de las tinieblas para volver a sumirse en ellas después de una sigilosa ascensión sonora hacia la única luz dada por el monumental acorde Do mayor de la quinta puerta (y la NWS pareció estallar con un cegador, deslumbrante coup-de-théâtre que combinó toda la luz y sonido posibles e inmediatamente remitió a “El grito” de Munch); cenit de la partitura, orgásmica válvula de escape liberadora de tensiones y punto de no retorno que inicia el descenso al abismo por el camino del lago cuyo manantial son las lágrimas, ilustrada por el oleaje de arpas y celestas.
Esa luz lacerante – su país y alma – perturbó la ominosa serenidad restante. Música densa y aterciopelada, vertiginosa, familiarmente incómoda, que sin asideros aparentes tiñe del color sangre de toro todo cuanto toca, resplandeció con una memorable NWS atentamente guiada por Michael Tilson Thomas. Descollaron cuerdas, flautas, oboes y las fanfarrias de trompetas ubicadas en los escenarios laterales. Coronó esta noche antológica la notable actuación de dos estrellas internacionales, una dúctil, brillante Judith por Michelle DeYoung y el colosal Barba Azul de Eric Halfvarson.
Quien se encontró en Barba Azul (1911) fue Bartók mismo; halló su voz madura y estampó su impronta virtuosa. Lo confirmó el vigoroso Sexto Cuarteto (1939) que en la primera parte del programa recibió una lectura ejemplar por cuerdas de la orquesta. Y si Barba Azul fue su única ópera que no sea la última en la NWS, que marque el principio de una senda que Miami necesita. La prueba irrefutable fue el fervor del público que apoyó este emprendimiento resultante en, simple y llanamente, «el acontecimiento musical de la temporada».
Bravo a MTT y su formidable equipo, por hacer realidad esta ópera «irrepresentable” y revelar el alma de Bartók, tan honda y estremecedora como su Barba Azul☼
Una versión condensada se publicó en El Nuevo Herald/Miami Herald