Novena de Mahler: final y principio

Michael Tilson Thomas – foto Chris Wahlberg
Una vez más tuvo razón Mahler y su “Mi momento llegará”. Para reconfirmar aquella frase profética bastó el lleno total de la New World Symphony y las dos mil personas que siguieron el evento en el parque adyacente “via Wallcast” en la noche de «Super Luna». Y Michael Tilson Thomas, como viene haciendo cada temporada con una sinfonía diferente del compositor, cerró con la monumental Novena, ésta del 2011-12, quizás la mas brillante, variada y completa de su «Academia Orquestal Americana» de los últimos años.
Esta última sinfonía (la Décima quedó inconclusa), es una de resignación, de aceptación, de final de vida (no “muerte”), del desafío íntimo para superar el temido “nueve” beethoveniano y sobreponerse a tres golpes que le asestó el destino: la muerte de su hijita, su fin como director de la ópera vienesa y el diagnóstico de su condición cardíaca. Aquí no existe la resurrección (de la Segunda), ni «la alegría es mas grande que el dolor» (de la Tercera), ni la recompensa divina (de la Cuarta), aquí sólo hay, como puntualizó Bruno Walter, “un vuelo entre la tristeza del adiós y la visión de la luz celestial”. Sólo queda abrazar la reconciliación para quien entonces escribió «Estoy mas sediento de vida que nunca».
A cien años de su estreno póstumo, Michael Tilson Thomas abordó esta obra – donde no hay nada que no sea “puro” Mahler y una “muerte y transfiguración” diferente a la de su contemporáneo Richard Strauss – con una visión particularísima, equilibrada, clara y también distante, la del hombre actual mirando al último exponente de la gran tradición romántica e iniciador de la música de nuestro tiempo. Fue una versión camarística, transparente, rauda, sin alardes emocionales y diáfana, realzada por el excepcional rendimiento de “su” joven orquesta, que apenas cinco días atrás había marcado un hito con El castillo de Barba Azul.
Desde el primer movimiento, el director pareció atar cabos, mostró los ecos de la primera y subsiguientes sinfonías, de La canción de la tierra, de Los Adioses y del vals Disfrutar la vida de Johann Strauss al que tan curiosa y paradójicamente hace alusión; bocetó velozmente los paisajes de una vida que irrumpían y desaparecían en frases musicales deshilachadas y como un experto dibujante los hilvanó para presentar la imagen de la asombrosa arquitectura de la pieza.
El despreocupado Ländler del segundo movimiento fue rústico y marcado, con la “salvaje vulgaridad” a la que se refirió Adorno. Situó los contrapuntos del Rondo-Burleske al borde del expresionismo, casó lo macabro con lo sublime, lo morboso con la mueca feroz en las figuras de los bronces insolentes y desenfadados. Después del sarcasmo de estos dos movimientos, llegó la caída al vacío frente al mas vasto y denso Adagio de su producción.
Sin embargo, no se llegó al abismo, esta lectura tuvo como vectores la diafanidad del entramado sonoro (con un vigoroso aporte de las cuerdas rematando una participación destacadísima), y un distanciamiento y contención que ganó por sobre la emocionalidad acostumbrada hasta llegar a una luminosa disolución. Fue un final sublimado, sin amarguras ni lágrimas, con un dejo de esperanza y de principio, con el guiño de aquel Disfrutar la vida por sobre el pesimismo de las cuerdas que ominosas evocaban las Kindertotenlieder.
Un digno memento para concluir una temporada memorable que no hace más que ansiar por la próxima☼
Una versión condensada fue publicada en El Nuevo Herald, Mayo 13, 2012