Zambello conjura el destello de Glimmerglass

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Ryan McKinny como el Holandés – foto Karlie Cadel

Cada verano un teatro en una verde colina celebra un festival lírico donde las representaciones son precedidas por picnics al prado. No es en Europa, no se llama Bayreuth ni Glyndebourne sino Glimmerglass. Cien por cien americano y muchísimo mas accesible en todo sentido; a orillas del sereno Lago Otsego toma su significativo nombre en honor al escritor James Fenimore Cooper (El último mohicano), que fuera el más célebre residente del vecino Cooperstown, bien al oeste del estado de New York.

Para los operómanos, Glimmerglass es un destino cada vez mas frecuente gracias a una oferta tan refrescante como apetecible que permite ver cuatro producciones – más otros eventos – cada fin de semana de julio y agosto en el Alice Busch Theater, la acogedora sala en herradura para novecientos cincuenta espectadores que rodeada de bosques y praderas simboliza desde 1987 su sostenido crecimiento a partir de aquella tentativa Bohème en el auditorio escolar del pueblo en 1975.  Dato reconfortante para tomar en cuenta.

Desde la toma de mando de su nueva directora, Francesca Zambello – también regente de la Washington National Opera – un ambicioso cambio de rumbo y dinámica se evidencia a todo nivel. Ya no es sólo ópera, la polémica directora neoyorquina incluye un musical cada año a fin de incorporar otro género, en este caso autóctono, y sumar e incorporar nuevos públicos; todo esto sin contar con recitales, conferencias, exposiciones de arte en contexto (esta temporada con énfasis en el romanticismo brindó una exposición de la Escuela del Rio Hudson en el Fenimore Art Museum)  y un ejemplar programa de jóvenes artistas que sorprende por su solidez y que redondea el elenco integrado por nuevas y veteranas estrellas de la lírica.

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Alice Busch Theater en Glimmerglass

La tentadora edición 2013 no dejó renglón sin atender ocupándose de los tres grandes homenajeados del año – Wagner, Verdi y Britten – más el musical de turno y una dupla inusual que terminó de aportar la cuota de interés y originalidad que define al festival.

Haciendo gala de elencos homogéneos,  se presentaron dos óperas contemporáneas y tempranas en la trayectoria de sus creadores, El holandés errante y Un giorno di regno revelando un impactante Wagner debida a Zambello y un Verdi menor rescatado por una puesta de Christian Räth en desopilante adaptación al inglés de Kelley Rourke que legitimó el arriesgado cambio de idioma y época.

En el certero tratamiento de la primera gran ópera de Wagner, Zambello obtuvo brillantes resultados al ubicarse justo a medio camino entre tradición y riesgo. En la escenografía de James Noone, compuesta por un literal bosque de sogas enmarañadas, se anudaron los hilos del destino que terminaron por asfixiar a la obsesionada protagonista – estupenda Melanie Moore – rubricando una puesta visualmente tan fuerte en sus contrastes de color como en el manejo de la cuota erótica subyacente y que tampoco desaprovechó el acento humorístico que anida en la solemnidad wagneriana.

Atrapadas entre, o corporizando las mismísimas velas, los espectros de previas “Sentas” enmarcaron al excelente holandés de Ryan McKinny, joven barítono americano que vocalmente recordó el lirismo de su compatriota y gran predecesor, Thomas Stewart. Por su parte, Jay Hunter Morris (el Siegfried del reciente Anillo metropolitano y de San Francisco firmado por Zambello) fue estentóreo Erik y Peter Volpe un Daland que jugó con el humor y el interés implícito del padre de la novia. La intensa teatralidad y vitalidad escénica probada con las hilanderas – autómatas provistas de husos imaginarios – o los coros del tercer acto gracias el desempeño eficacísimo de los jóvenes artistas no hizo que se echara de menos ni un mayor número de coreutas ni la instrumentación reducida de la orquesta que rindió bajo John Keenan.

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Un giorno di regno – foto Jamie Kraus

En contraste, King for a Day apeló al innegable Rossini que emana de la partitura del joven Verdi vertida en el enloquecido escenario de los años sesenta más un final delirante (y efectivo) que cumplió con la premisa de revivir esta olvidada comedia de enredos donde el admirable conjunto  actuó con la sincronicidad de un reloj.

Tanto el estrafalario “rey” de Alex Lawrence como la acrobática marquesa de Ginger Costa-Jackson compitieron en robarse un show que puso de manifiesto un Verdi desconocido en su efervescencia y comicidad dirigido por Joseph Colaneri, flamante titular de la orquesta del festival.

Una insólita dupla titulada Passions presentó la escenificación de Jessica Lang del Stabat Mater de Pergolesi en una suerte de tableaux-vivant que combinó un depurado escenario á la Salvador Dalí con la estética de Martha Graham para lucimiento del ensamble vocal-coreográfico, de la elocuente Maria de Nadine Sierra y del ascendente contratenor Anthony Roth Costanzo bajo un atenta Speranza Scappucci.

La velada se completó con otra pasión, mas anónima y mucho mas cercana, The little match girl passion donde se apreció una versión aumentada – When we were children –  del original de David Lang concebida y ejecutada por Zambello que transformó el cuento de Andersen (La niña de los fósforos) en caleidoscópico ritual navideño apelando a la estructura de las pasiones de Bach para reverberar mecánicamente ad infinitum con el aporte de solistas y el coro de niños de la comunidad, otro experimento que parece estar dando buenos frutos.

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Camelot – foto Karli Cadel

Asistir a una representación de Camelot de Lerner & Loewe sin amplificación depara una experiencia hoy inédita al público acostumbrado a Broadway, máxime cuando está protagonizada por cantantes de la talla de Nathan Gunn – doliente Lancelot – y David Pittsinger – definitivamente excepcional como el Rey Arturo – seducidos por la deliciosa Guenevere de Andriana Chuchean. Imposible no mencionar al maligno Mordred de Jack Noseworthy encabezando el resto de un elenco que cantó y bailó con admirable soltura en la escenografía afortunadamente mínima de Kevin Depinet dirigidos por Robert Longbottom y James Lowe en lo musical. Una válida opción del binomio responsable por My Fair Lady y un remate diferente para la audiencia no habituada.

Como marco a las puestas en escena, un concierto Wagner programado con Christine Goerke que obligada a cancelar por problemas de salud fue «salvado» por Lise Lidstrom.  La caudalosa soprano aparte de su conocida Turandot – regaló In questa reggia como bis – mas allá de su look perfecto se perfila como una importante Brunilda en ciernes y junto a los jóvenes artistas interpretó Lieder de Wagner y R. Strauss y momentos de Tannhäuser, Lohengrin, Rosenkavalier, Tristan y La Valquiria. Un torneo vocal que estampó el sello de aprobación al laboratorio y semillero que es Glimmerglass, hecho que se reconfirmó con la celebración del centenario de Benjamin Britten que incluyó un amplio espectro de composiciones. En ambas ocasiones vale mencionar a Julia Mintzer, Jennifer Root y Deborah Nansteel que ya se había destacado como Mary del Holandés.

Como atracción extra, nada menos que la honorable Jueza de la Corte Suprema Ruth Bader Ginsburg, famosa aficionada lírica que por segundo año consecutivo asiste al festival, ofreció una jugosa charla sobre “Los contratos en los argumentos de ópera” seguida por preguntas y respuestas de la audiencia. Otro pequeño gran lujo que hace que en este recinto más allá del idílico valle del Hudson, otro destello literalmente se adueñe – y con brillo propio – del bien ganado nombre “Glimmerglass”.

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Stabat Mater – foto: Karli Cadel