Das Lied von der Erde, tierra mirando al cielo

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Desde la portada, seis pájaros de origami anuncian una de las mejores sorpresas discográficas del año, la de esta Canción de la Tierra alada que brinda una atmósfera y mensaje, en más de un sentido, únicos. De la que emana una incandescencia, una suerte de esperanza casi tangible que aunque le pertenezca no está siempre asociada a la última, gran sinfonía vocal de Mahler enmascarada como ciclo en seis movimientos. Como las aves de papel, las seis canciones que lo integran desfilan a manera de friso oriental – lo es – testimoniando una velada especialísima, y conste, que grandes versiones de la obra se han originado en grabaciones en vivo.  No es difícil advertir el despegue, un crescendo que vuela hacia la última canción, Der Abschied (la despedida).

El trabajo del joven director Yannick Nézet-Séguin – titular de la Orquesta de Filadelfia – trasunta lirismo, soltura, liviandad – en el buen sentido – y urgencia refrescantes; el canadiense refleja una minuciosidad excepcional que permite apreciar claramente cada faceta de la música, ese refinamiento y profundidad confronta a los cantantes con la monumental sonoridad de la Filarmónica de Londres que sin embargo, no deja de acunarlos en su amplísimo rango dinamico y transparencia. Dignas de mención la diferenciación de planos sonoros, la calidez de vientos y maderas, la gravedad de las cuerdas. Director, orquesta y cantantes concitan una magia no siempre presente en este Mahler. Y esa magia sutil y abrazadora inunda la interpretación desde el primer instante.

Los solistas se unen a ese espíritu de aventura que debe imperar en este colosal arco contemplativo hacia pasado y futuro. Ambos saben prestarse al juego, al ying-yang donde tenor y mezzo son las dos caras de la misma moneda, guiando a quien los escucha a través del jardín de las estaciones de la vida. Menos heroico que otros celebrados intérpretes, un Toby Spence renacido, pleno de vida, otorga un carácter juguetón, insolente, acertadísimo en su brillantez, exacerbando el carácter lúdico apropiado a Von der Jugend.

Desde el inicial Der Einsame im Herbst, Sarah Connolly insinúa una rara afinidad con la obra, creando una expectativa que se confirma totalmente en la inmensa canción final. Esa última media hora no sólo es, sino que se convierte en el núcleo indiscutible de la versión gracias a una Sarah Connolly en literal estado de gracia. Quizás su mejor registro hasta la fecha, la notable mezzo británica exhibe el filo y peso vocal justos, el abandono expresivo y la gama de colores requerida para pintar cada instancia del poema de Mong-Kao-Yen y Wang-Wei. La suya es una contribución soberana, digna heredera de la paradigmática línea de cantantes británicas como Kathleen Ferrier y especialmente, su inmediata antecesora Janet Baker. Hay momentos de sobrecogedora belleza como, por ejemplo, Die Welt schläft ein… invitando al silencio abismal (e inevitable), Der Abschied dar. Er fragte hin wohin er führe, tan estremecedor como Wohin ich gehe, donde su voz pasa imperceptiblemente del caoba al ébano. Y en ese tramado paralelo de música e imágenes, asimismo memorable el solitario aporte de la flauta que evoca a una garza planeando bajo. Sin la más mínima afectación, desde un centro absoluto, ejemplar y equidistante, Connolly es como una antorcha que no se consume, que ilumina, que sin pesimismo trasciende hacia un lugar que sugiere replantearse la habitual visión agorera de la obra. Esta despedida es el canto de una tierra que confiada sonríe al firmamento azul… reverberando en la última palabra Ewig, Ewig… «eternamente, eternamente«…

Optimamente grabada, mucho mas aún que una distinguida adición a la discografía, la rotunda belleza de esta Canción de la Tierra propone una experiencia que invita al mas reconfortante de los regresos.

* MAHLER, DAS LIED VON DER ERDE, NÉZET-SÉGUIN, LPO – 0073

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Sarah Connolly – foto Peter Warren