Turandot contemplada, Turandot decantada



¿Qué sucede cuando un asceta minimalista como Robert Wilson decide abordar una ópera pasional por excelencia como Turandot? Contemplación y decantación son dos términos que definen al hierático estilo del artista texano en el género lírico donde también deja su impronta inconfundible. Combina austeridad visual con la gestual para una aproximación diferente, personalísima, que repite título tras título manteniéndose fiel a si mismo, adaptando la música a sus designios teatrales. A su favor, su enfoque es respetuoso y elegante sin incurrir en la ofensa gratuita o al típico pataleo del niño terrible. Wilson apunta a lo esencial y trasciende, transforma, atenua pasiones, ilumina aspectos desconocidos con esta suerte de coreografías en cámara lenta, intensas, casi devocionales.

Si Glass, Pärt, Monteverdi, Glück y Handel se prestan idealmente a este tipo de experimentación, intrigaba como abordaría un compositor tan difícil de estilizar y despojar al máximo como Puccini. No es la primera vez, (ya lo hizo con Madama Butterfly) y el resultado si bien controvertido resulta estéticamente deslumbrante. En las antípodas de un Zeffirelli, incluso de un colega como David Hockney, arrasa con toda chinoiserie y el usual abigarramiento de otras espectaculares puestas en escenas. Nada queda del realismo cinematográfico acostumbrado en la Turandot de turno, sólo música y color.

Wilson se transforma en insólito aliado del compositor en una obra en la que Puccini parecería mirar al porvenir, Turandot como punto de inflexión, su ópera menos realista, mas osada, mas rica y exploratoria. Recuérdese que habia visto Pierrot Lunaire de Schoenberg, que admiraba a Alban Berg, que estaba hambriento por nuevos horizontes. Para añadir enigma al enigma, en un golpe de teatro realmente «pucciniano» muere dejándola inconclusa, trunca, sin solución, detalle que aprovecha Wilson para visualmente “desvanecerla desvaneciendo el final “. Usa la conclusión musical de Franco Alfano, pero el escénico queda abierto generando un intenso anticlimax, angustiante ante un futuro desconocido.

Wilson crea un mundo nuevo, enrarecido, intocable e impecable en blancos, negros, azules sumado al rojo (sangre y fuego como los dos enigmas) para la feroz princesa de hielo (el tercer enigma). Es un cautivante juego de claroscuros interactuando con cantantes estáticos, que no se tocan, como adelantándose a la pandemia, bromas aparte. Plantea campos de color con los personajes recortándose cual marionetas evocando a la commedia dell’ arte como la pieza original de Carlo Gozzi. Tanto los azules como los rojos son esencialmente fríos, monárquicos, es un mundo aséptico, sin sentimientos, reprimido. La princesa permanece inmóvil bañada en luz mientras el resto se mueve permaneciendo en la oscuridad alienados por el régimen de terror impuesto por el desamor (frigidez según Cortazar)de la monarca.

En Irene Theorin, recordada Brunilda del Anillo de Copenhagen, tiene una princesa a su medida que defiende dignamente el personaje, la sueca no iguala a sus compatriotas Nilsson o Stemme (a quien reemplaza) pero sabe lo que hace y su labor mejora a medida que avanza la ópera. No le hace sombra la Liú (el personaje que suele llevarse la noche) de la canaria Yolanda Auyanet que cumple con solvencia indiscutible como la sufriente esclava. Las palmas se las lleva el veterano Gregory Kunde en un Calaf que merecía dejar testimoniado en DVD. A los sesenta y cinco años, el que fuera notable exponente del belcanto en juventud, extrae lustre broncíneo a un instrumento que acusa desgaste inevitable y del que saca asombroso partido.  Kunde realmente «canta» (por absurdo que suene) y se deleita en el fraseo componiendo un Calaf mas lírico que heroico, una clase en escena. Los camaleónicos ministros Ping, Pang, Pong son los únicos saltimbanquis que rompen el estatismo escénico y Joan Martin Royo, Vincenc Esteve y Juan Antonio Sanabria se complementan en perfecto engranaje. Ambos monarcas – Mastroni como el destronado Timur y Raul Giménez como el papá de la terrible infanta – se desempeñan con sobrada eficacia. Excelente el coro del Real y en el podio, Nicola Luisotti lleva la función a buen puerto, con la solidez requerida, narración fluida y precisa.

Una Turandot que incita a la contemplación mientras coloca al teatro madrileño en excelente posición frente a sus grandes rivales europeos en una puesta bellísima que podrá frustrar y aburrir a  algún tradicionalista empedernido pero a la que nadie podrá quitarle su exquisito mérito estético y espíritu de búsqueda.

*PUCCINI, TURANDOT, LUISOTTI, WILSON, BELAIR DVD BAC170