Un ambicioso anillo a la medida del MET

Todo Anillo del Nibelungo  define la gestión artística y administrativa de un teatro, su estética y visión del género; en consecuencia, el flamante ciclo concebido por el talentoso Robert LePage a la medida del Metropolitan Opera, se yergue como legado y fachada del edificio Peter Gelb.

Y como cada vez que una casa de ópera asume el desafío de escenificar la tetralogía se piensa en cuál sería la reacción de su creador, en este caso y con la tecnología del siglo XXI a su servicio, hay aún más, justificadas razones.

Fiel reflejo de nuestra época, la eterna polémica que rodea a la saga nibelúngica ve desplazado el acostumbrado interés por sus intérpretes hacia el protagonismo que inevitablemente adquiere su dispositivo escénico, un gigantesco teclado-espinazo, Nostromo de 45 toneladas pergeñado por su director Robert Lepage. Un «concepto mecánico» que pareciera querer imponerse al «concepto teatral» tal como venía sucediendo desde que Wieland Wagner, con su  «menos es más» y apenas un círculo escénico, cambió la historia de las puestas en escena de la obra de su abuelo.

Fascinado por su creación computarizada, peligra la conciliación del director canadiense entre la simbología de la trama y el torrente de  imágenes (no lejos del mundo de las screensavers, y claro, de su Cirque du Soleil), con el riesgo de caer en un mero desfile visual. No es para menos.

No obstante, LePage y su notable equipo conciben imágenes de indudable, por momentos arrobadora, belleza. Es en Siegfried, con sus cascadas, cuervos, aguas y llamas, donde su frondosa imaginación levanta mayor vuelo. Sólo el  dragón no deleitaría a Fritz Lang y sus Nibelungen, sí en cambio el Grane metálico y el tiranosáurico Alberich en Rheingold. Asimismo, en Götterdämerung, las nornas como atlases sosteniendo las cuerdas del destino, la travesía por el Rhin y las vetas del fresno primigenio como estructura del salón gibichungo (a la manera del Walhalla bávaro) aportan una estética novedosa al teatro de ópera que, si algo rígida, podría sugerir una opción viable al escenario del porvenir.

Ya en Rheingold, se concita la magia en el descenso al Nibelheim y suficiente vértigo a las pobres ondinas sometidas a imposibles acrobacias mientras que, en su evocación a Max Ernst, la luna constante y las fascinantes contorsiones del dispositivo creando bosques y montañas aportaron ominoso misterio en Walkürepese a la anticlimática escenografía del primer acto.

Frente a tal despliegue técnico, desconcierta la cruda iluminación de algunos personajes así como pedestres entradas y mutis del escenario. En su convencional combinación de modernidad y tradición, el vestuario de Francois St-Aubin decepciona en los trajes de Fricka, Gutrune y las hijas del Rhin pero repunta en dioses, valquirias y en el chic atuendo mineral para la Erda de Patricia Bardon.

Dejando a un lado la justificada parafernalia escénica y expectativa mediática generada por “la máquina”, el talón de Aquiles de la puesta es la tibieza de la dirección actoral y del concepto general. Con excepciones (Kaufmann y Meier por ejemplo) los cantantes parecen quedar librados a sus instintos, y vale destacar, el desempeño honesto, loable y notablemente eficaz del elenco. Sin embargo, si este Anillo puede resultar más efectivo en la pantalla que en el tradicional escenario lírico, al espectador televisivo no le basta con una colección de gestos exacerbados por los primeros planos de la filmación. En última instancia, LePage parecería quedar más absorto en su cautivante «criatura» que en la dinámica teatralidad favorecida por los recientes Anillos de Stephen Wadsworth en Seattle o Francesca Zambello en San Francisco.

En lo vocal, son raras las grabaciones en vivo del ciclo totalmente homogéneas y, con los comprensibles altibajos que implican dieciséis horas de música y algunos de los roles mas exigentes de la lírica universal, se aprecia el alto nivel de canto de esta nueva generación wagneriana que además, debe luchar con tantos fantasmas del pasado. Acerada en los extremos de la tesitura, Deborah Voigt deja atrás su famosa Sieglinde para graduarse valientemente como Brünnhilde, merecido premio a su trayectoria y brillar en Götterdämmerung, la más ardua de sus tres intervenciones. Con la estampa de un Siegfried de daguerrotipo, Jay Hunter Morris no sólo salva sino que cumple con la parte de acuerdo a los estándares actuales. Actoral y vocalmente, la pareja Eva Maria WesbroekJonas Kaufmann marca un hito: un Siegmund noble y contundente, poco menos  que perfecto, y una Sieglinde intensa, merecida sucesora de su compatriota Gré Brouwenstijn. Bryn Terfel (magistral en el gran monólogo) crece como Wotan hasta redondear la progresión con un memorable Wanderer. Caudalosa, y experimentada, Stephanie Blythe repite su imperial Fricka; impresiona Hans Peter König como Hagen (y Hunding y Fafner y Fasolt…), Gerhard Siegel es destacado Mime y Eric Owens un formidable Alberico que es auténtica revelación. La veterana Waltraud Meier aporta un momento mágico con su consumada Waltraute y los Gibichungos están bien servidos por Iain Patterson y Wendy Brymer, que también brilla como Freia.

Inclaudicable y radiante en espíritu aunque físicamente frágil, James Levine triunfa en las dos primeras óperas y enternece en el saludo final de Walküre, cuando sus artistas y la soberbia orquesta de la que ha sido incontestable artífice le rinden merecida ovación. La labor de Luisi, que lo reemplaza en las últimas dos jornadas, brinda otra frescura, sin el arrastre trágico que mide a Levine con grandes de antaño y en su lustre y diafanidad, se amiga con los cantantes.

La documental adjunta Wagner’s Dream, reseña no sin un dejo de infomercial, las tribulaciones y dificultades de la mastodóntica producción cuyas complejidades extremas el público supone pero nunca llega a ver, y en este aspecto, desarma la aplastante sinceridad de Deborah Voigt.

Frente a sus rivales en DVD es una versión de innegable impacto, que incluso deslumbra en su fría espectacularidad visual, sumándole las ventajas del sólido elenco, orquesta y coro del teatro en la última jornada. Situado a medio camino, con la válida excusa de atentar permanencia, en más de un renglón puede reemplazar a su añoso predecesor metropolitano. Sus principales competidores son el hoy clásico de Boulez-Chereau (que costó 100,000 dólares frente a éste de 16 millones) inamovible por su integridad dramática, visual y conceptual en tandem con el ecológico de Barenboim-Kupfer, ambos desde dos opuestas perspectivas en Bayreuth; el intrépido de Kasper Holten en Copenhague que cautiva por su originalidad y contundencia; y en menor medida, el valenciano con la Fura del Baus que si fascinante acaba saturando con su excesiva riqueza de imágenes.

Avances tecnológicos de por medio, sigue Wagner regocijándose con su obra que propone constante experimentación y sobre la que, para bien o para mal, nunca habrá una versión definitiva. Este flamante Anillo neoyorquino vale una segura recomendación en DVD y quizás, cuando dentro de unos años haya decantado aún más, exista la posibilidad de una segunda filmación… todo es posible en esta era de vertiginosa inmediatez☼

☀ WAGNER, DER RING DES NIBELUNGEN, DG 004400734770, 8 DVD

Postdata: las versiones completas de Boulez (Bayreuth) y Levine (Met) marcaron un hito televisivo en la década 80-90, transmitiéndose cuatro noches sucesivas en horario central; en cambio ésta – al menos en Miami – fue pobremente publicitada y relegada al mediodía espaciándose en cuatro domingos. No basta como excusa las exitosas transmisiones en cine, revela poco interés por las audiencias avezadas y en la construcción de las nuevas o jóvenes que no tienen acceso al cine o al teatro. Recuérdese que parte del público del presente Anillo conoció la obra gracias a aquellas transmisiones pioneras. Un ejemplo que se debió haber tomado en cuenta.