WAGNER 200 – Stemme y un Wagner que no duele
A raíz del indigestante aluvión informativo que suscita el bicentenario del nacimiento de Wagner, un flamante compacto recomendado como antídoto tanto a principiantes como a expertos. ¿Por qué éste habiendo tantas opciones?. En el primer caso, porque es una selección acertada para entrar en contacto con el universo del compositor sin demasiado (o ningún) esfuerzo; en el segundo porque reúne un apetitoso grupo de obras ligadas a su vida privada. Para ambos, porque el renglón vocal está cubierto por la preeminente soprano wagneriana de hoy, y porque además, si cuando se trata de Wagner la exageración es la norma, este disco afortunadamente no lo es.
Desde su creación en 1995, la Orquesta de Cámara Sueca despierta tanta admiración como su líder Thomas Dausgaard que al filo de los cincuenta años, es una de las figuras mas atractivas de la conducción actual. Polémico gran intérprete de Nielsen, Bruckner y Schumann, entre otros, el director danés invita a embarcarse en un crucero á la Wagner que, Báltico mediante, recalará en puertos tan imposibles– Zurich, Lucerna, Nuremberg – como relacionados entre sí.
La travesía se ve signada por las tempestuosas oberturas al Holandés errante y su fantasmagórico buque, en su temprana encarnación de 1841 y en su versión final de 1860, compuesta después de la transfiguración de Isolda, la que parecería extenderle la mano a Senta. Con vehemencia casi brutal, Dausgaard transmite la furia de los elementos que Wagner describe en la ópera producto de su tormentosa – en todo sentido – huida por mar de Riga a Londres. Las aguas se calman para volver a encresparse con otra trama cromática, la del preludio a Meistersinger, trabajo que ejemplifica sus dualidades, su única admitida sonrisa, el choque entre tradición e innovación y un asombroso tratamiento contrapuntístico digno del mejor Bach.
Alguien dijo que las Wesendonck Lieder “reflejan la esencia de Wagner, el resto es… inflamación mental”. Hay algo de cierto en esa boutade dicha, casualmente, por una culta francesa. En esos cinco poemas de su amada mas o menos imposible, Wagner condensó en unos veinte minutos no sólo su más pura energía creativa; ese dolor y éxtasis también le abrieron la puerta hacia otra dimensión. Atrás quedaba una etapa musical, las barricadas y Minna, su primera mujer. Por delante tenía la conclusión del Anillo, Meistersinger, Parsifal, Bayreuth y la eficiencia incondicional de Cósima. En este hiato generador se halla Mathilde Wesendonck, la excusa es su poesía y su directa consecuencia Tristan e Isolda, paradigma de su música y de toda la música.
En la orquestación de Felix Mottl de las primeras cuatro (y de la quinta, Träume, por el mismo Wagner) no todas las ilustres wagnerianas lograron convencer. Al poder vocal de Brunilda e Isolda debe sumarse una exquisitez y captación especialísimas que no siempre acompaña a los instrumentos portentosos, razón por la que estas canciones se le “escaparon” a más de una grande. Nina Stemme (que en 2004 grabó la original con piano) logra conjugar ambas vertientes; la suya es una lectura que destila inteligencia y pasión controlada. Su voz inmensa acusa un esmalte aterciopelado y oscuro, un desgarramiento cercano a la textura áspera – en el buen sentido, si es que cabe – de una opulenta mezzosoprano unida a la soprano heroica capaz de abordar Isolda, Elisabeth, Brunilda, Kundry y por qué no, Norma. Con predecesoras como Flagstad, Braun, Farrell, Ludwig, Varnay, Crespin, Norman y Brewer, esta admirable versión de la cantante sueca se ubica como una las más valiosas junto a las últimamente óptimas (diferentes e imprescindibles) de Jonas Kaufmann y su compatriota Anne Sofie von Otter.
El fin del recital señala una luminosa llegada a puerto donde saluda la transcripción que Wagner hizo de Sueños para violín y orquesta, íntimo y certero broche a las canciones. Mejor aún es la inclusión del bellísimo Idilio de Tribschen (o de Sigfrido), lo más parecido al Feliz cumpleaños que jamás escribió y que más que una celebración al trigésimo tercer onomástico de Cósima y al nacimiento de su hijo Siegfried, es como todo en Wagner, un canto a sí mismo.
Wagner no duele – ni debe, al menos musicalmente – sino que depara insospechados placeres. Tampoco es un gusto adquirido sino una progresión musical lógica y hasta inevitable. Es mucho más fácil esquivarlo esgrimiendo las funestas consecuencias de su execrable personalidad – aunque no es justificación, tampoco fue el único genio detestable, hubo más y muchos – que rendirse ante su hechizo. Para este incipiente budista su más funesto karma fue haber sido usado por un siniestro personaje que nació seis años después de su muerte, sobre el que se ha escrito tanto o más que él y con el que sin saberlo compartió vegetarianismo, amor por los perros y odio por casi todo el género humano. A uno mejor ni nombrarlo, del otro queda su música, que por buena lo redime☼
* WAGNER, WESENDONCK-LIEDER, BIS-2022 SACD
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