Miami: crónica de un ajetreado fin de semana musical

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Lisette Oropesa y Andrew Bidlack en La Flauta Mágica/foto Gastón de Cárdenas

El último fin de semana de enero dio la impresión de que Miami ya no es el páramo cultural que los desinformados suponen. O sucede mucho o sucede todo al mismo tiempo, detalle importante, y en todo caso menos optimista, al que podría adjudicársele tanta bonanza. Lo cierto es que viernes, sábado y domingo ofrecieron tres días de ópera, concierto y música de cámara haciendo difícil la elección.

Un afortunado sabor vienés puramente coincidental se sumó como «aderezo extra» para así permear la apetitosa oferta musical.  En primer lugar, la Orquesta de Cleveland y la New World Symphony programaron el Concierto para Violín de Ludwig van Beethoven (1806) y Alban Berg (1935) respectivamente, dos obras maestras que señalan el principio y final de una era. Ambos directores optaron por la alineación que casualmente algunos denominan «vienesa» – con violines a la derecha e izquierda del director – siendo, además, interesante observar el enfoque y dinámica de cada uno; el más reservado del austríaco Franz Welser Möst frente al más elocuente del californiano Michael Tilson Thomas así como la interpretación de Joshua Bell frente a la de Rainer Honeck, concertino de la filarmónica vienesa.

Elegante y preciso, Bell volvió a demostrar su conocido virtuosismo y sus propias endiabladas cadenzas brindando una interpretación cerebral y algo distante lo que causó que el padre de los grandes conciertos para violín – más allá de la previsible ovación que conquistó – no acabara de levantar vuelo poético. En la misma vena, orquesta y director proporcionaron marco sólido acorde al nivel del solista resultando en una versión de inobjetable jerarquía pero algo tibia, donde la tormenta romántica pareció quedar por el camino. Por su parte, «del otro del puente» el violinista austríaco aportó una lectura detalladísima del Berg, obra todavía hoy ardua y conmovedora en su íntima desolación, no sólo un derroche de estilo sino ejemplar espíritu de ensamble alejado de todo divismo.

La Décima Sinfonía de Shostakovich completó la entrega de los clevelanders mostrando sus posibilidades tímbricas y confortable sonoridad de su orquesta – destacándose la profundidad de las cuerdas y la precisión de los vientos – mientras una refrescante, expansiva lectura de la Primera Sinfonía de Schumann, compositor demasiado postergado en esta ciudad, concluyó el programa de la NWS que había comenzado con una obra poco frecuentada del entonces recientemente exilado Arnold Schönberg, Tema y Variaciones. Fuertemente contrapuntística pero alejada de la atonalidad de su predecesora europea (Variaciones para Orquesta de 1926) no oculta una sutil, nostálgica evocación a sus colegas contemporáneos Kurt Weill y Paul Hindemith. La pieza sirvió como manual orquestal prestándose para mostrar el nivel obtenido por cada una de las secciones de la NWS. Como extra de este bien programado concierto, el delicioso Opus 31 (Cuarteto valseado para chelos) de Wilhelm Fitzenhagen liderado por Tamas Varga, chelo principal de la filarmónica vienesa que junto a Honeck entrenó esos días a los jóvenes de la academia orquestal americana. En síntesis, dos enfoques y estilos emanados del mismo tronco.

Si bien no es tarea fácil balancear o directamente decidirse por uno de los dos mundos que propone Mozart en La flauta mágica; entre la disquisición filosófica y el puro entretenimiento, el director de escena Jeffrey Buchman optó por lo último. En su propuesta – que utiliza decorados de la NYCO de los años noventa – esta saga de iniciación espiritual pasó a ser un cuento para niños ambientado en la década del cincuenta. Con inumerables toques y gags añadidos que divirtieron al público, la idea funcionó hasta llegar al cuadro final donde la visualización del mensaje trascendental tan caro a Mozart quedó diluido. El elenco joven supo responder con entusiasmo al desafío. Con probada solvencia, tanto la ascendente Lisette Oropesa como Andrew Bidlack acertaron como la pareja central mientras que Jonathan Michie aportó un vivaz Papageno que si algo exagerado en los parlamentos sacó partido para «robarse la noche». Menos felices fueron Jordan Bisch como Sarastro y Jeannette Vecchione cuya Reina de la Noche  añadió agudos en la segunda aria como si Mozart no le hubiese escrito suficientes. Del resto del elenco, se destacó Adam Lau como excelente Orador mientras los demás cumplieron eficazmente con sus asignaciones a excepción de los tres niños, bien desenvueltos en escena pero vocalmente precarios. La competente dirección de Andrew Bisantz supo balancear foso y escena, obteniendo una noche ágil y amena que en última instancia pagó buenos dividendos en esta temporada de transición que FGO viene piloteando admirablemente.

Para finalizar, esa pátina vienesa también pareció manifestarse en la presentación de Helen Donath, un grato periplo anecdótico-biográfico narrado por la celebrada cantante que con más de setenta años ostenta una frescura vocal tan insólita como admirable. La soprano ilustró el relato de su vida con ejemplos musicales que abarcaron desde las canciones de Jeanette Macdonald y Mario Lanza que despertaron su vocación y el aria de Liú que le abrió la puerta europea a la Micaela de Bizet, un sentido Höre Israel del Elías mendelssohniano, Mozart, Bernstein, Lehar y Astor Piazzolla. Un cóctel arriesgado que sorteó gracias a su experiencia e innata musicalidad y estilo, contando con el acompañamiento de Klaus Donath a su medida. Una tarde casi otoñal para recordar