Salomé como fin de la inocencia y de los tiempos

Apañada por la mas suntuosa y colorida orquestación, Salomé conserva intacta la misma sordidez perturbadora que escandalizó su estreno en 1905. Esa solapada, helada perversidad impregna la puesta de Romeo Castellucci para la ópera de Richard Strauss que después de veinticinco años regresa al Festival de Salzburgo en su edición 2018. Una puesta tan críptica, tan extraña, tan notable que desafía toda crítica adversa; es una de esas que deberían juzgarse de aquí a unos años para no incurrir en alabanzas o reproches apresurados.

Artista visual multidisciplinario, en el campo de la lírica Castellucci ha recreado Parsifal, Orfeo y Euridice, La flauta mágica, Juana de Arco en la hoguera con propuestas de un nivel estético superlativo mas allá de inevitables aspectos discutibles. El trabajo del italiano lleva un sello de originalidad incontestable – asi como cuando hace décadas irrumpiera Robert Wilson – su estética personalísima permea lo musical a partir de lo visual, un renglón que se desarrolla en líneas y bloques fácilmente apreciables, centrándose en el espacio mas que en la materia. Castellucci es un poeta de antípodas, de aquello que falta, en consecuencia su Salomé no danza (se mantendrá inmóvil en posición fetal), tampoco besará la cabeza del profeta (su monólogo será frente a un desnudo masculino decapitado) tanto la luna roja como la blancura del profeta serán en cambio negro ébano y en última instancia, su cabeza acabará en la bandeja sugerida.

Sin las excentricidades de un Tcherniakov, Warlikowski o Herheim, ni la ferocidad de la Salomé de David McVicar – una de las mejores versiones “aggiornadas” – Castellucci arma una suerte de gigantesca instalación en el amplísimo escenario del Felsenreitschule usando la espectacular pared como auténtico muro de los lamentos, allí aparecen y desaparecen letras griegas anticipando el final y además sirve de resonante caja acústica favoreciendo a los cantantes sobre la brutal orquestación straussiana. Contrastando con la exhuberancia orquestal, Castellucci dibuja un mundo alienado, cruel, pleno de carencias, un lugar de peligros latentes donde todo puede suceder sin previo aviso, el público no sabe que sucederá ni con que va a ser sorprendido, añadiendo irónico escozor al previsible mundo de la ópera. En esta reinvención, diríase intervención de artista irreverente pero esteta riguroso (puestista) sobre artista osado pero burgués al fin (Strauss) logra concitar una atención insólita. Sólo la corte de Herodes es un escaparate de insufrible vulgaridad mientras el resto muestra arcaica austeridad minimalista.

Mas allá de algunos enigmas y simbolismos inescrutables por no decir rebuscados, la presencia de Asmik Gregorian es el elemento que hace de la puesta un imperdible absoluto. Es un trabajo consagratorio el de la joven pero experimentada soprano lírica lituana que viene cosechando triunfo tras triunfo desde su Marie en Wozzeck y Tatyana en Onegin. Todo terreno, menuda, flexible, maleable, bella, la “pinabauschesca” Gregorian encarna la ideal soprano-actriz de todo regisseur contemporáneo y Castellucci la aprovecha plasmando una criatura inolvidable. Es una niña-adolescente abusada (la mancha de sangre en su vestido blanco, estremece), es una joven curiosa, alienada, gélida, una princesa que fascina aunque cuesta quererla. La voz es cristalina, penetrante, no es la wagneriana de rigor y Salomé lleva antecedentes funestos a la hora de picar-voces, empezando por la legendaria Ljuba Welitsch a auqel meteoro llamado Cheryl Studer, a quien su voz podría recordar. De hecho, la petit Gregorian se inscribe en la lista de las grandes Salomes: Behrens, Stratas, Mattila, Rysanek y otras ilustrísimas.

En tremendo contraste con su blancura, Jokanaan semeja una inmensa ave negra emergiendo del abismo, un ser mágico, exótico, totémico, sobrenatural, pétreo, inalcanzable, un coloso comparado a la pequeña paloma blanca. Gábor Bretz cumple como el profeta al igual que John Daszak como Herodes y su consorte Herodias a cargo de Anna Maria Chiuri, digna del Novecento de Bertolucci. El Narraboth del liederista Julian Prégardien lleva el exquisito sello de pureza requerido.

Como contraparte a la desorientadora escena continuamente jugando al ying-yang, al blanco y negro, en el foso  la Orquesta Filarmónica de Viena bajo Franz Welser Most, se desliza como un suntuoso Rolls Royce sin perder detalle, desplegándose gloriosa a cada instante, es un envoltorio de lujo para esta perversa lectura de la mas perversa de las óperas. Una versión que se ama o se odia, provocativa, incómoda, inquietante, tan helada que hiela la sangre.

*R.STRAUSS, SALOME, WELSER MÖST, C-MAJOR DVD A04050093