La estratagema de la semilla
Comen frutos y esparcen las semillas. Algunas germinan. Al nutrirse ejecutan un plan perfecto: la estratagema de la semilla. Y a propósito de aves, el hombre continúa serruchándose la rama donde está sentado. Si en juego está su equilibrio, no le importa. Se justifica, jactándose de que la mentada selección natural dará cuenta, sin advertir que terminará dando cuenta de él mismo
La irrupción del Internet y la crisis derivada ( algunos optimistas prefieren llamarla «transformación», algo así como la «corrección del mercado»…) de la prensa escrita han desatado una anarquía inédita. Se escribe y opina sin importar aptitudes, referencias o jerarquías; todos aportan su grano de arena, se goza de la misma visibilidad virtual. Una oportunidad histórica única y una excelente propuesta si no conllevara prescindencia de aquellos que con probada capacidad ganaron crédito (y que sin otra alternativa se refugian “online”) mientras propicia la entronización de aficionados de todo tipo. Desaparecen límites y modelos, las más prestigiosas publicaciones dejan de apoyarse en sus (literales) columnas preludiando caos y desplome. La frase del tango “lo mismo un burro que un gran profesor” suena hoy más vigente que nunca.
Es un proceso subterráneo, silencioso. Al hacedor de la cultura se lo cansa, desanima y disuade convenciéndolo de que ha caducado, que ya no vale la pena, que es una especie en extinción. Mientras la burbuja continúa inflándose, el exceso de información ocasiona una saturación mental (aka «infoxicación») que contrasta con la proliferación de redes sociales donde todos se informan de todo lo habido y por haber, ávidos por contar qué, quiénes, cómo son….
Codicia y banalidad avanzan unidas con la competencia desaforada como aliada incondicional. Hay que saltar vallas en el camino hacia ninguna parte, es mejor aprobar un examen que aprender. Desacreditada la tolerancia, la competencia despiadada se suma hasta justificar el circo romano. Al mismo tiempo, se favorece una pretendida originalidad – nefasta e irrelevante – mientras en pos de una supuesta abundancia se diluye la calidad hasta dejarla inocua. Como si una anestesia emocional originada en las infinitas posibilidades de distracción suplantara la vital necesidad de pensar y sentir.
Apostar a la cultura siempre ha sido – a corto, mediano o largo plazo – redituable negocio pero, la mezquindad se empeña en hacer oídos sordos o convencer de lo contrario. La ignora, o alega que es sinónimo de tedio, que no es prioritaria y se ensaña propagando que apreciar, apoyar y, en última instancia, continuar el legado de la civilización es menos importante que rebajar impuestos u otorgar fondos a las artes; que sólo Londres, Nueva York, Paris, Berlín o alguna otra merecen ser los únicos faros señeros para desestimar el esfuerzo de quienes luchan porque sus lugares germinen como centros culturales autónomos dignos de imitar. Los promotores de esta solapada barbarie, no aceptan que es la mejor inversión, ignoran que esas ciudades deben gran parte del turismo a sus atracciones culturales, al mentado «turismo cultural».
Y a falta de fondos o difusión, a fuerza de recortar presupuestos, la nueva generación pierde la oportunidad de disfrutar la herencia que le pertenece por derecho propio. De hecho, la falta de educación musical en las escuelas hará que nunca sepan que “Es una necesidad básica desarrollar la inteligencia del oído. La música puede servir como modelo de la sociedad –según Daniel Barenboim en su ensayo El sonido es vida– porque enseña la importancia de la interconexión entre transparencia, poder y fuerza”. No les servirá reemplazarla con sólo ritmo y serán triste eco de la sentencia de Antonio Machado: Lo que se ignora, se desprecia.
Si pensar es recomendable e ineludible ejercicio (mucho más que pensar con las respuestas de otros), la cultura enseña a pensar y a sentir. A reír, llorar, compartir y ser humildes ante los logros de los demás, a perpetuar la inefable frescura del asombro. Y si de entretenimiento se trata, aprendidos sus códigos nada más “divertido” que esa decantación de hombres y siglos llamada “cultura”. Abre ventanas, muestra universos, aviva el alma, la hace tangible. Por eso, para aprender a amarla y por ende, a necesitarla, hay que enseñarla.
Los afortunados que la disfrutan confían en que la “selección natural” se las ingeniará para garantizarle supervivencia. La toman por garantizada y se engañan, sería como dar por sentado tener salud, agua o comida. Olvidan el esfuerzo que implican tales privilegios. Encapsulados en una virtualidad que multiplica la distorsión de la realidad, ignoran la cada día más perceptible marcha hacia el abismo.
Cultura es “cultivar” y para cosechar, antes hay que sembrar. Entonces, y a propósito del inicio de una nueva temporada ¿no sería apropiado imitar la estratagema de la semilla y propiciar un banquete cultural que lleve al baile a esta postergada Cenicienta?. Sin excusas ni expectativas de que otros se hagan cargo, seríamos los saciados beneficiarios y la responsabilidad contenida en esa simiente habría servido de ejemplo.
Si, la parábola es vieja pero está más vigente que nunca. Para ser más humanos deberíamos aprender de la intuición de las aves y de la generosidad de una semilla☼
Sebastian Spreng©