San Francisco Opera: un Anillo para recordar

Fotos Corey Weaver – San Francisco Opera

Desde la costa oeste, la Opera de San Francisco apostó a El anillo del nibelungo según Francesca Zambello, adelantándose al del Met que concluirá la próxima temporada. Sin tetralogía este verano en Bayreuth, San Francisco logró una multitudinaria convocatoria que revitalizó la tradición wagneriana de una ciudad jalonada por media docena de ciclos y nombres ilustres. Fue aquí donde en 1935 Flagstad cantó sus primeras tres Brunildas (nada menos que junto a Melchior, Schorr, Rehtberg y List; al año siguiente se sumaron la legendaria Sieglinde de Lotte Lehmann y Fritz Reiner) y en 1956, en el escenario del War Memorial,  Nilsson hizo su debut norteamericano.

La idea original de un Anillo con connotaciones americanas capitalizado en cuatro momentos históricos – la fiebre del oro (Das Rheingold), la gran depresión (Die Walküre), la guerra de Vietnam (Siegfried) y un futuro Armagedón (Götterdämmerung) – acusó obvias transformaciones al trasladarse a San Francisco, donde Zambello completó su propuesta iniciada en Washington (2006) y suspendida por la crisis económica.  Menos personal y más genérica, la directora ahora se une a la preocupación ecológica (que inspiró, entre otros, a Stephen Wadsworth en Seattle y a Harry Kupfer en Bayreuth) para alinearse con un concepto más universal (y wagneriano) al que no deja de aplicar su pincelada feminista. No obstante, las inconfundibles postales americanas emergieron claras cuando el Rin se convirtió en “rio dorado” de California –  y sus ondinas recordaron a las Acquatic Andrew Sisters de la inefable Anna Russell-, Erda fue una chamán indígena, Sieglinde y Siegmund sureños de los Apalaches en una morada de un kitsch imposible, las valquirias cayeron en paracaídas como clones de Amelia Earhart, Fricka y Wotan fueron yuppies codiciosos y luego magnates en un penthouse (Walhalla) con vista a Manhattan mientras Gutrune, es una insatisfecha Barbie de Rodeo Drive. Estampas certeras (y entretenidas) que cumplieron su cometido enriquecidas por las proyecciones de Jan Hartley y la escenografía de Michael Yeargan con momentos espectaculares y otros curiosamente anodinos.

Más puzzle que unidad, la ecléctica visión de Zambello, como  sus inmediatos antecesores – Lehnhoff, Richard Jones, Braunschweig, Warner y Carsen, entre otros  – debe a Patrice Chéreau haberle allanado la senda en 1976. Sin radicalizar como Holten en Copenhague (y Homs en Estocolmo), ni quedar a merced del deslumbramiento visual (como La Fura dels Baus en Valencia), la directora supo enfatizar el aspecto teatral – de hecho,  Siegfriedscherzo y puente del ciclo, fue su pieza de resistencia-, la agilidad narrativa, la detallada interacción de los personajes y añadió insólitos toques humorísticos sin contar con la variedad de imágenes obtenidas con menos recursos que Audi en Amsterdam o LePage en el Met.

Entre sus hallazgos, un estremecedor Todesverkündigung («anuncio de muerte») a Siegmund bajo los puentes de una autopista (con perros cruzando veloces la escena), las nornas que en uniformes quirúrgicos tejen el destino entre axones computarizados, el pájaro del bosque encarnado en la frescura y desparpajo de una teenager (la excelente Stacey Tappan), el dragón como tanque de guerra devenido compactador de basura, el dormitorio de Hagen (que realzó el encuentro con su padre Alberich, como salido de una pesadilla de Füssli), el futurista hall gibichungo con ventanales hacia refinerías de petróleo. En cambio, ni el lecho del río ni la ascensión al Walhalla (como al Titanic) ni la roca de Brünnhilde gozaron de una resolución tan efectiva como tampoco la hecatombe final pese a la lluvia de cenizas de la morada divina en forma de fotos de soldados caídos en Vietnam e Irak. En el último cuadro – de severidad lorquiana – sólo las mujeres redimen al mundo y un niño planta un retoño del fresno universal.

La gran revelación del ciclo fue la primera Brünnhilde completa de Nina Stemme de una seguridad y rendimiento que evocó a la extinta raza de sus compatriotas Birgit Nilsson y Astrid Varnay. Sin el metal de aquellas, exhibió una voz lustrosa, pareja, inmensa y expresiva, con agudos segurísimos, un centro de tonalidad púrpura profundo y graves contundentes donde frases como “Welches Unholds List liegt verholen?” tuvieron extraordinaria proyección dramática. La inmolación fue el broche de oro para esta Brünnhilde tan bien cantada, sin esfuerzo aparente a través de las agotadoras jornadas, convincente escénicamente y capaz de provocar un añorado disfrute y asombro entre las huestes wagnerianas. No en vano, el público tuvo la sensación de presenciar un debut histórico y tampoco exageraron quienes apodaron al ciclo “El anillo de Stemme”.

Una nueva camada de cantantes wagnerianos se patentizó con las actuaciones de la debutante Sieglinde de Heidi Melton, la asopranada Waltraute de Daveda Karena, Gerd Grochowski  y Melissa Citro a cargo de los ingratos papeles de Gunther y Gutrune, la joven contralto afroamericana Ronnita Miller como Erda y Primera Norna, Daniel Sumegi como Fafner y Hunding y el bajo italiano Andrea Silvestrelli, temible Hagen y Fasolt. Fue Brandon Jovanovich un Siegmund espléndido  y Stefan Margita un Loge que literalmente «se robó» el oro del Rin con una encarnación de ironía y voz incisivas, tan detallado y exacto como el Mime de David Cangelosi.

Con menor volumen que el deseado pero segurísimo en escena, Gordon Hawkins fue un Alberich que pudo medirse con el Wotan de Mark Delavan, de lírica introspección, graves generosos y notable crecimiento como  nuevo exponente de uno de los más arduos roles para su cuerda; a su lado, Elizabeth Bishop fue una Fricka con la acidez e imperiosidad necesarias. Jay Hunter Morris e Ian Storey (sólo en Götterdämmerung) asumieron Siegfried con eficacia, llegando ambos indemnes al final, toda una hazaña considerando que desde hace décadas el papel es el Talón de Aquiles de todo Anillo.

La obra señala un especial vínculo entre Donald Runnicles y la SFO. Con la tetralogía debutó en 1990 y  en 1992 fue nombrado director musical, cargo que desempeñó hasta 2009. Actual director de la Deutsche Oper Berlin, en éste su tercer Anillo (1990, 1999, 2011) con la compañía, “su” orquesta le respondió con fervor, compromiso, intensidad y un nivel superlativo. El maestro escocés conoce la obra como la palma de su mano y su experiencia – e inspiración – jugó a favor en los exquisitos pasajes de cuerdas, en los ominosos crescendos, en la frescura del discurso musical y en pintar un paisaje wagneriano de la mejor cepa que culminó en El ocaso de los dioses con la música fúnebre de Sigfrido. Las representaciones señalaron una memorable, emotiva despedida entre orquesta y director testificada también por la clamorosa, justificada recepción por parte de audiencia.

Un Anillo para recordar que, como la magia que Wagner concita, seguirá resonando internamente como su primer y último acorde ☼

Sebastian Spreng©