De luces y de sombras: Grosvenor y Lang en Miami
Diez años de edad separan a Benjamin Grosvenor y Lang Lang, dos estrellas del piano que esta semana pasaron por Miami. Uno en franco ascenso, el otro consagrado y ambos entre lo mas granado de la generación actual, hasta ahí los parecidos. Punto y aparte. La sencillez del primero, la ampulosidad del segundo quedaron demostradas. En el arte, como en todo, de honestidad con todos y más aún con uno mismo, se trata.
El británico entregó un programa de amplio espectro que lo desafió y del cual salió airoso sin dificultades. En casos, sus interpretaciones llevan un sello personal que pueden no resultar del agrado de todos pero que al final se imponen en vista de su autenticidad y rigor. Grosvenor es un pianista a la antigua, que provoca, que vive cada obra desde una perspectiva altamente individual. Sólo el inicial Arabesque de Schumann lo halló tibio y templando un piano que no acabó de ayudarlo durante el concierto pero que no obstante resultó vehículo ideal para la Sonata K. 333. Se tuvo un Mozart delicado, maduro, poético, con la impronta del joven pianista plenamente consustanciado con las intenciones del joven compositor. Con ribetes historicistas, su arriesgada lectura de la Claro de luna beethoveniana volvió a testificar la presencia de un pianista tan sabio como inusual. Con tiempos rápidos, urgentes, lejos de la dulzona pretendida profundidad de otros, recuperó el clasicismo del primer movimiento para llegar al Sturm und Drang final en una mini lección de historia y evolución musical que llegó como descubrimiento.
En la segunda mitad la Segunda Sonata – Fantasía – de Scriabin reconfirmó el poderío romántico y el misticismo envolvente del conmpositor en notable traducción de Grosvenor. Técnica e inspiración se unieron para una entrega colosal plena de color. Como efervescente pausa entre dos titanes, Los requiebros y el Fandango de las Goyescas de Granados mostraron su curiosa identificación con el alma española. Simplemente exquisitos. Regresó el aluvión sonoro con una Rapsodia Española de altísima factura unida a un identificación estilistica sin fisuras, ni afectaciones ni artificios, rasgo al que Liszt se presta y que quedaría demostrado en el siguiente concierto de la semana. Dos bises rubricaron la velada, un estudio de Moszkowski y un Schumann perlado, formidable que obliteró al que abrió la noche.
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Alegra ver el Knight Concert Hall repleto de bote a bote, notándose gran cantidad de público nuevo así como muchos jóvenes. Enhorabuena. Vienen a ver al fenómeno chino y allí reside la mayor virtud de la estrella asiática, atraer audiencia de otro modo reticente a la mal llamada “música erudita”. Pero, como insistía Montserrat Caballé “Abundancia no garantiza calidad”. Y ese es el Talón de Aquiles del promocionado ídolo de multitudes. Uno que usa la música como vehículo de adoración a sí mismo sostenido por una técnica fenomenal y condiciones extraordinarias. Una verdadera lástima, porque Lang Lang parece borrar con el codo lo que escribe con la mano, y nótese que escribe muy bien, diríase que demasiado bien. Momentos absolutamente sublimes son literalmente borrados por otros inadmisibles en un pianista de semejante magnitud (no categoría sino magnitud), sin contar con un lenguaje corporal tan grandilocuente como risible. Al igual que Grosvenor, no es la primera vez que se presenta en Miami, sus virtudes y defectos siguen alli y mientras sigan rindiendole no tiene por que corregir lo que debiera sólo por su compromiso con un arte que le permitió acceder a una fama que acaba conspirando en contra del “producto” brillante pero irremediablemente superficial.
A una Ballade de Debussy inobjetable, límpida y poética siguió la monumental Sonata en si menor de Liszt, ese «ruido verdaderamente horroroso» según Clara Wieck descripto en las breves, jugosas, ejemplares notas al programa de Octavio Roca. Si ideal para lucir su asombroso bagaje técnico, mejor dicho pirotécnico, el excesivo uso del pedal y la insufrible gestualidad acabaron por opacar un resultado que pudo ser de otro modo memorable. Verdadera catedral lisztiana, Lang delineó frases bellísimas y deslumbró con una velocidad pasmosa pero también tendió a desarticular una estructura vital que debe prevalecer a lo largo de la obra. No bastaron las temperamentales efusiones “alla Liszt”, faltó Liszt.
La segunda parte dedicada a repertorio español lo encontró preciso y lírico, aunque en instancias almibarado, supo jugar con la exquisitez y el fraseo requerido de la Suite Española de Albéniz asi como el sutil drama de las Quejas de Granados. Para el final la Danza ritual del fuego de Manuel de Falla confirmó el circo mas temido, hubo que volver a cerrar los ojos para no ver y asi soportar el martilleo impiadoso del instrumento. Ante el clamor de la audiencia ofreció un nocturno de Chopin que empezó magistral para terminar haciendo concesiones de dudoso gusto. Faltaba lo peor, en un acto inaudito entregó su pañuelo enjugado en sudor a un espectador de la primera fila. Sin comentarios.
Suele suceder que acompañando al deleite, las actuaciones de pianistas inmensos – caso Argerich, Kissin, Lupu, Horowitz – provocan una concentración y una suerte de trabajo interno en el espectador que acaba por dejarlo exhausto y a la vez tan pleno como al intérprete. No es el caso de Lang Lang cuyo brillo y despliegue apunta a un artificio cegador para, en última instancia, dejar poco y nada en quien ha presenciado al prodigio de una época tan vacía como su carismático emisario.
Su saludo copiado de líderes políticos contrastan con la humildad de su colega mas joven y mas preocupado por llegar a la esencia y entregar un sentimiento perdurable, el que nace del manantial de la música, la única que al final gana o pierde. De colores y su ausencia, como reza el título, se trató de luces y de sombras o su exacta viceversa.