La rosa que engalana

 

En estrictos términos pictóricos, bien podría llamarse el tríptico de la rosa a la trilogía del soberbio ciclo que la atrevida (es un halago) Caroline Shaw compuso para Anne Sofie von Otter y que conforma el núcleo, si demasiado breve, de este recital; por su parte, el tango gardeliano aseveraría que es “la rosa que engalana”. El instrumento de la ilustre mezzo sueca se situa en una coordenada ideal para el estilo de la compositora que gozosa hace un trabajo de orfebre tallándolo minuciosa en capas sutiles, transparencias y veladuras como si se tratara de un esfumado pictórico. Haciendo gala de una economía de medios ejemplar, y la admirable administración de recursos de la cantante, se concentra en las posibilidades de su voz, una que va dibujando volutas de humo envolviendose, desplegándose, replegándose para expandirse y desaparecer en un juego de espejos. Shaw parece ir deshojando con exquisito placer los pétalos de esta voz ni clásica ni pop, casi andrógina y sin embargo esencialmente femenina, melancólicamente otoñal en la balada del bardo escocés Robert Burns del 1700. En contraste, en la segunda canción sobre texto que le pertenece (asimismo incorporando citas de otros) parecería emerger ella misma con una ternura y honestidad desarmantes, con la ventaja de haber dejado la voz practicamente a capella, desnuda, ondulando, blanca, como una cinta de plata. Es una pintura que plasma con la paleta de su voz encarnada en la de Anne Sofie von Otter. El coro final que murmura y que literalmente acuna a la mezzo al final de Red, Red, Rose es sobrecogedor en su poética simplicidad mostrando la misma nobleza e intensidad del primer The Edge que von Otter hace suya, de hecho “es suya”, con un conocimiento y convicción superlativos . En síntesis, si una Rosa es una rosa es una rosa es una rosa , una voz es una voz, una voz… para este clásico instantáneo contemporáneo que queda reverberando en la memoria para retornar una y otra vez.

Anne Sofie von Otter – photo Eva Marie Rundquist

 

Si mas ambicioso en extensión, forma y fuerzas, el oratorio The Listeners para coro y orquesta de período es también mas previsible. Cuenta con el notable aporte de la contralto Avery Amereau y el bajo barítono Dashon Burton, excelente en “Let Your Soul Stand Cool.”, ni que decir de Nicholas McGegan y su magnífico ensemble, como pez en el agua nadando entre la modernidad y el barroco cuando la compositora intenta abarcar el vasto espectro de textos que ilustran cinco siglos de poesía para instrumentar desde el siglo XXI ese viaje espacial del Voyager lanzado en 1977 con el resumen del legado humano en dos discos, suerte de mensaje en una botella lanzado al cosmos. Los textos pintan la contemplación del universo, desde Walt Whitman, William Drummond of Hawthornden, Alfred, Lord Tennyson, Yesenia Montilla y Lucille Clifton asi como partes de la lectura perdida de Carl Sagan y el saludo que lleva la nave, el movimiento menos interesante en el disco, no así en la iglesia de Berkeley donde se origina la espléndida toma en vivo. Impecables las veinticuatro voces del Philharmonia Chorale engarzando patrones rítmicos con intricadas progresiones melódicas que evocan tanto a Handel como Hans Zimmer. Tanto “Pulsar” como “Maps” señalan los puntos mas altos, los movimientos mas sólidos, en este mosaico que combina inocencia y profundidad con la estética y política de nuestro tiempo.

Vaya una felicitación a Nicholas McGegan por comisionar a la multifacética, talentosa Caroline Shaw (su composición Boris Kerner sirve de ideal introducción a su universo) y otorgarle carta blanca para expandir y desarrollar su creatividad sorprendente que le valiera el Pulitzer en 2013, la mas joven destinataria del premio en la categoría música por Partita para ocho voces.

Catherine Shaw – photo Kait Moreno

Nicholas McGegan – Photographer: Laura Barisonzi