El anillo que faltaba: ecos del «Colón-Ring»

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Siegfried en el COLON-RING de Buenos Aires

Como no teníamos suficiente con el calentamiento global, desde el extremo sur del continente, desde el grandioso Teatro Colón de Buenos Aires llega un candente tsunami ocasionado por el anillo del nibelungo pergeñado por Cord Garben – pianista, director, productor y arreglador alemán – con el visto bueno de la bisnieta terrible de Don Ricardo; la misma que en principio debió asumir la dirección escénica y huyó en violento mutis por el foro temiendo desmadre en ciernes, apropiadamente «wagneriano» (la astucia es marca de fábrica del familión de la verde colina, listo a celebrar el bicentenario del abuelo).

Desmesura, desatino, decadencia. Qué motivos impulsan a una entidad como el Colón a prestarse a semejante emprendimiento en donde un Everest artístico se abrevia, cercena, apelmaza y empaqueta en agotadora maratón de un día para público (y artistas). Algo que los americanos, con toda razón, llamarían “extravaganza” y en este rubro, entrarían perpetraciones «lírico-light para conquistar audiencias” a las que, con buen tino, jamás se les permitiría el acceso al venerable escenario del coliseo porteño.

A diferencia de HandelRossini o Mozart, la obra wagneriana (y en especial la tetralogía), ostenta factura y trama inseparables, ya no responde a la clásica fórmula aria, romanza, cavatina y ejemplifica la  forma chiusa vs forma aperta. Aún hoy se denominan “bloody-chunks” cuando en versión de concierto se cantan escenas o literalmente, “trozos sangrantes” del compositor.

Dicho y hecho, vía tijera y escalpelo, la magna tetralogía de catorce horas quedó reducida a un pantagruélico “evento VIP con buffet” de siete (nueve con la comilona); con el paradójico título “ColonRing”, y las connotaciones intestinales suscitaron la ironía internacional develando la miopía de quienes pretenden exportarlo con tal nombre. Desconcierta que el Colón se haya prestado a conejillo de Indias, contradicción del entrañable teatro al que agradezco infinitamente haberme enseñado a priorizar versiones completas por respeto al compositor y a cuestionar todo atentado contra la creación (por más respetuoso que se precie o disfrace) de un músico que no puede dar su opinión por obvias razones.

El Anillo es una saga y como toda épica es larga y densa, allí también reside parte de su secreto placer. Implica la inmersión en un universo fantástico, en cuatro dramas musicales que como neuronas con sus respectivos axones y dendritas despliegan un intrincado tapiz musical y psicológico, un meticuloso mapa, un deslumbrante edificio que tomó veintiséis años de la vida del músico.  Genio y figura, el desafío que se impuso Wagner, se lo impuso también a público e intérpretes y si hay que tomarse su tiempo, la recompensa es grande y sus infinitas posibilidades y lecturas suscitan una adicción que convoca legiones de fanáticos desde su estreno en 1876. Así como no valen siete horas de highlights prolijamente engarzados; tampoco vale el Quijote vía Reader’s Digest, o ver sólo El Juicio Final para comprender la magnitud de la Sixtina o retazos de Guernica para captar la vastedad de su horror. En su totalidad, por más extensa que ésta sea, reside el valor de una obra de arte; abreviarla resulta peor el remedio que la enfermedad.

Baqueteada por el continuo cambio de manos, la puesta finalmente recayó en las de Valentina Carrasco. La régisseur respondió con una encarnación telúrica del previsible Eurotrash, un Argentrash para llamar la atención mundial al que añadió dosis de calculado estupor a provocar en ciertos sectores del público. En esa ensalada criolla no faltó el intervencionismo flagrante (el oro son los bebés robados por los militares), ni los desaparecidos, ni las Malvinas, ni las Madres de Plaza de Mayo. Carrasco echó mano a todo ícono argentino for-export, hasta el mate hizo acto de presencia. Como corolario, el abucheo de rigor de los teatros de ópera europeos donde ya no se concibe un Anillo comme il faut que no sea fervorosamente abucheado.

Si las curtidas huestes wagnerianas los han visto de todo tipo, brillo y color – tradicionales, futuristas, ecológicos, industrialistas, á la americana, fascistas, politizados, místicos, á la Ibsen –  guste o no, cada realizador tiene la libertad de exponer su enfoque aún cuando éste pueda estar sospechosamente teñido de oportunismo, lacra actual donde la originalidad a cualquier precio preside sobre la calidad en todas las disciplinas del arte.

En el mismo escenario donde Birgit Nilsson, Kirsten Flagstad, Lauritz Melchior y Hans Hotter (sin olvidar a Erich Kleiber, Otto Klemperer o Karl Böhm en el foso orquestal) reverdecieron los laureles wagnerianos, el renglón musical fue el único que, aparentemente, salió airoso gracias al excepcional (y extenuante) trabajo de la orquesta, del director Roberto Paternostro, de los cuerpos estables y del concurso de cantantes de relevancia internacional como Linda Watson y Stig Andresen, ovacionados por la audiencia.

Desde ya, imposible evaluar los aciertos y fracasos del “ColonRing” sin haberlo visto, habrá que esperar la probable edición en DVD, que en la más rancia tradición alemana emergerá minuciosamente documentada. No obstante, sin la autoridad que otorga el haberlo presenciado, valga este artículo como intento de reflexión sobre la condescendencia hacia proyectos de dudosa estirpe que explotan la curiosidad, ignorancia, esnobismo, pretensión y falta de criterio prevalentes. Avalar este engendro nibelúngico es la punta de un iceberg, es otro llamado de atención sobre la tendencia  – mundial – de los responsables por decisiones artísticas a favorecer costosas aventuras que, en definitiva, no aportan más que humo.

Un gran crítico argentino escribió que al Teatro Colón sólo le faltaba ser usado como “ring” de boxeo. Esta semana su ironía pegó en el palo, para bien o para mal Argentina otra vez dio la nota. Para este Anillo, habría que recordar al flamígero Loge profetizando el inminente ocaso de los dioses “A su fin se encaminan, creyéndose invencibles…” con la certeza que pretender mesurar esta desmesura (y para colmo del caso,  wagneriana), sólo constata la desoladora decadencia reinante en este pobre planeta recalentado☼

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Saludo en el COLON-RING / fotos Arnaldo Colombaroli – Prensa Teatro Colón