Aplauditis & aplausómetro

Dame Joan Sutherland ovacionada

Que estamos a la deriva en una sopa discepoliana ya no hay quien lo niegue. Que la exageración manda, que todo cansa y está fuera de control tampoco. Cambalache siglo XXI reflejo del profético “koyaanisqatsi” hopi, revolcados en un merengue sentimos acortarse los plazos en una rara aceleración del tiempo. Igual mientras dure, hay que subsistir, seguir respirando por la nariz, comiendo por la boca, etcétera. No hay reemplazos, el paladar opta por el pan antes que la hiel y el oído prefiere Mozart al chirrido. Se sigue cortando con el cuchillo y pinchando con el tenedor; primero el aperitivo, al final el postre. Quizá por eso el tema del aplauso excesivo o a destiempo es recurrente después de presenciar alguno desproporcionado. Por qué aplaudimos? Por convicción, entusiasmo o inercia?. Habrá un aplausómetro para curar lo que mas que aplauso es aplauditis?.

El ejercicio de la crítica no es amigo del aplauso en piloto automático. Por simple ética, imparcialidad forzada y por la antipatía natural que todo crítico que se precie debe demostrar. El pobre no sólo debe entregarse a lo que le toque – ese es otro capítulo – sino medirlo, tratar de ser ecuánime y generar una lectura responsable que sirva al lector, que le abra los ojos, le ayude a comprender, le enseñe a sentir, que lo eduque, hasta aplaudir. Cuándo y cuánto también. Tan simple como cómo usar los cubiertos y porque en última instancia, alguien tiene que decirlo.

Empezando porque no es oro todo lo que reluce por mas costoso que haya sido y porque la fama no garantiza excelencia, a veces se aplaude al mito o al promocionado de turno. Atrás quedaron los sombreros al aire y las explosiones que desataban Rossini y Mozart, si a éste no le importaba que aplaudieran después del primer movimiento de una sinfonía de cuatro, no es lo mismo con un Mahler o Bruckner, no dan lugar al aplauso sino mas bien a la pausa para respirar hondo. No hay caso, a cada silencio o chim-pum se desata la endémica catarata de aplausos por inercia. Son aplaudidores compulsivos que deberían ver dirigir a Claudio Abbado que hasta minutos después del final imponía un silencio sepulcral, religioso, mágico, nacido de la misma música. Y luego, aplaudir a rabiar.

«Aplauden hasta cuando es bueno» ironizaba el gran Arthur Schnabel. Dicen que la automática ovación de pie es un fenómeno nacido en Broadway que se viralizó a otras disciplinas. La costumbre aún encuentra resistencia en Londres y otras capitales europeas donde se prefiere el aplauso largo y compacto y que en Rusia, es al unísono. La ovación se reserva a ocasiones especialísimas, no como ingrediente del narcisismo de público que llega tarde, se va antes, charla, come, tose, eructa, textea y aplaude cuando se le antoja sólo porque pagó un boleto y otorga dádiva al artista súbdito. Los artistas, pícaros por naturaleza, juegan al gato y ratón, saben que hay todo tipo de público: odiosos, parcos, difíciles, complacientes, adorables, generosos y también burros…

Atrás queda una Adelina Patti, diva de divas que después de una ópera entera se hacia traer el piano a escena para bisar la escena de la locura de Lucia o alguna otra «pavadita» desatando la ira del inefable Corno di Bassetto (léase Bernard Shaw). A los divos de ópera y ballet y algún director o instrumentista les está reservada esa ovación orgásmica, que los simples mortales jamás conoceremos. Tocan un lugar que dispara la catarsis de latinos, anglos, asiáticos, eslavos o teutones que motiva el prohibido bis en plena función, caso sexteto de Lucia con Callas y Karajan en Berlín 1955. Ni las ovaciones interminables a Leontyne Price, Montserrat Caballé, Leonie Rysanek o Joan Sutherland superan el record obtenido por Luciano Pavarotti en un Elisir berlinés con 165 telones y 67 minutos de delirio superado por Domingo que quebró el Guinnes con 80 minutos en Viena después de Otello en 1991, no lejos están Fonteyn & Nureyev… Como en los deportes, los fans se disputan la supremacía de su ídolo, algunos agradecen con incontables bises, caso Marilyn Horne, Evgeny Kissin o Jonas Kaufmann, otros son mas reticentes, por no decir amarretes. La soberana Schwarzkopf bajaba la tapa del piano y sonreía: niños, se acabó.

Maria Callas y Fedora Barbieri en la Scala

Imposible entonces no remontarme al Teatro Colón de Buenos Aires, público entusiasta si lo hay, donde era leyenda la ovación a Renata Tebaldi después de Vissi d’arte, a Christa Ludwig quebrando el sacrosanto Wagner con su Entweihte Götter! y a Birgit Nilsson y Jon Vickers después de cinco horas de Tristan, tan larga e insistente que la administración del teatro mandó bajar el telón de incendios para que el público abandonara la sala. No viví algo así pero, tan inolvidable y emocionante como debió haber sido la despedida a Callas del público mexicano cantándole La golondrina en 1952, sí la que recibió Maya Plisestkaya (acostumbrada a monumentales ovaciones) cuando no sólo debió bisar La muerte del cisne sino que paralizada de emoción contemplaba a cuatro mil personas agitando los pañuelos del adiós. Experiencia intransferible y esporádica. Por eso, cuando aplauda déjese llevar no sin antes detenerse a reflexionar si vale la pena lo que aplaude.  Recuerde: un buen aplausómetro combate la aplauditis y otorga al César lo que es del César.

Vladimir Horowitz ovacionado en Carnegie Hall