La radiante opulencia de Michelle Bradley

 

En la temporada 2016, Friends of Chamber Music presentó a la soprano Michelle Bradley acompañada de Ken Noda, ilustre pianista y preparador encargado de traer un recital vocal cada año, y que dicho sea de paso es garantía de calidad inobjetable. Flamante egresada del programa Lindenmann del Metropolitan Opera, Bradley se perfilaba como un “rara avis”. Dicho y hecho. En estos dos años ha deslumbrado en Paris, ha cantado su primer Aida en Francia, ha debutado en la Deutsche Oper Berlin con el Requiem de Verdi, amén de Donna Anna en Santiago, Leonora en Frankfurt y la Clotilde de Norma en el Met, un pequeño papel que ha visto nacer a grandes, como ejemplo Sutherland secundando a Callas en Covent Garden 1952.

En la agitada semana Art Basel, no exactamente la mejor fecha para nada que no sea artes visuales, regresó Bradley a confirmar sus virtudes. Si bien ha crecido como cantante puliéndose y perfeccionándose – mejores agudos como mas notable adquisición – lo que sigue llamando la atención es la belleza intrínseca de su voz, de una riqueza y color apabullantes. También es cierto que recuerda a Jessye Norman – la crítica francesa la llamó “la nouvelle Jessye” – y por momentos a Leontyne Price. A decir verdad, toda comparación es injusta asi como excesivo el fantasma de semejantes íconos sobre la joven cantante. Si en instancias el parecido es inevitable, Michelle Bradley posee características únicas y no pretende compararse a ninguna. Es dueña de un poderoso caudal sonoro, un centro y graves que la acercan al registro de mezzo, quizás una soprano “falcon”, pero también de agudos que las falcon no exhiben. La gama cromática asoma natural, es un torrente facetado capaz de medirse con Verdi, Strauss e incluso los papeles de joven dramática wagnerianos. Es una cantante atípica en un mar de  colegas homogeneizadas.

Sorprendió que iniciara el programa con el Non mi dir de Donna Anna, un desafío a su instrumento que lo lleva al límite de su tesitura. No obstante emergió victoriosa, máxime cuando no es “su” personaje; debe observarse que se halla en un momento crucial de su carrera, explorando límites y con Mozart se aventura pero siempre se está a buen resguardo. En las Hermit Songs que Samuel Barber le compuso a Leontyne Price en 1953, la cantante exploró las diez variantes estilísticas de cada canción con la facilidad de una veterana.

En la segunda mitad fue el O patria mia de Aida el que volvió a desvelar el potencial de un instrumento privilegiado, con todos los pianisimos de rigor e impactante teatralidad, no se amilanó ante el difícil arco verdiano que resolvió con texturas iridiscentes. No obstante fue con Richard Strauss donde se la halló en su elemento. Es gibt ein Reich de Ariadne auf Naxos gozó de una lectura cercana a la perfección, con una opulencia y comodidad envidiables y evidentes. Asimismo cuatro Lieder del compositor bávaro probaron cuatro estados de ánimo exquisitamente diferenciados. Ständchen, Ich trage meine Minne, Freundliche Vision y Cäcilie completaron un programa de literal demonstración de sus capacidades.

Tres bises arribaron generosamente. Como en su recordado debut, se sentó al piano para deleitar con The Lord’s Prayer vertido como la mejor Mahalia o Aretha, siguió un impresionante Pace, pace verdiano (con el arduo pianisimo de “Invan la pace” perfectamente ejecutado) y como en la vez anterior, un jubiloso He’s Got the World in His Hands, que rubricó una velada de canto en la mejor tradición americana.

La radiante Michelle Bradley es una artista total provista una sinceridad que cautiva y medios de rara exhuberancia que seguiran creciendo y perfeccionándose. A su lado, Ken Noda fue el partner ideal que impecable enmarcó cada intervención con elegancia y humildad proverbiales.