El curioso caso del «Colón-Ring»

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«¿Es posible presentar El anillo del nibelungo en una sola función?». La respuesta a la pregunta formulada en el reverso de la caja The Colón-Ring es un rotundo «Así no». Porque no hay necesidad, porque parafraseando aquella frase antibélica: «no es sano para público, cantantes, instrumentistas, directores y demás seres vivientes» y porque Wagner, sabio emperador de las desmesuras, sus razones tuvo para dosificarlo en cuatro porciones  inmensas pero tan digeribles como rendidoras.

Por más que se trate de justificar o rescatar, el Anillo abreviado (cercenado) desde el Teatro Colón de Buenos Aires es un ejemplo de “lo que mal empieza, mal acaba”. Jugar al “enfant-terrible” forma parte de la tradición familiar y este producto pergeñado por Katharina Wagner -y el pianista-arreglador Cord Garben- infartaría a su bisabuelo, ni qué pensar en papá Wolfgang y sobre todo, en tío Wieland.

La tetralogía ha sufrido diversos arreglos, objetables, respetuosos, unos más efectivos que otros, pero esta literal mutilación de las dieciséis horas de música a siete es flagrante. Podría decirse que nunca el clásico término “bloody-chunks” tuvo mejor acepción. Garben se limitó a pegar trozos, a un collage que despacha personajes esenciales al mito sin que se aprecie un trabajo que vislumbre alguna posibilidad de justificación. En el camino olvidó que un Anillo sin Erda, sin Waltraute y, obviamente sin las tres nornas, queda desprovisto del elemento mágico que “hilvane” su destino. Dicho sea de paso, tampoco hay Donner, ni Murmullos de la foresta ni entrada de Brunilda con su  grito de guerra y alguna que otra menudencia.

Sorprende que un gran teatro como el Colón (que últimamente registra una importante programación lírico-sinfónica) se haya prestado a este experimento que subestima su gloriosa tradición wagneriana forjada, entre otros, por Fritz Busch, Otto Klemperer y Erich Kleiber. Quizás a los ojos del supuesto primer mundo este conejito de Indias quedaba demasiado lejos pero el material no ha tardado en llegar en glamorosa edición; edición que para colmo incluye la película de rigor  contando desventuras y tribulaciones del proyecto y en la que, salvo alguna honrosa excepción, nadie sale bien parado.

En un acto de arrojo, la directora argentina Valentina Carrasco (La Fura dels Baus) asumió el reto de “sacar las papas del fuego” del proyecto abandonado por la bisnieta del compositor que hizo mutis por el foro indignada ante la aparente incompetencia de los argentinos. En vez de cancelar el emprendimiento, el teatro intentó salvarlo con la intrépida Carrasco que armó como pudo, y hay que reconocer que en tiempo récord, esta versión del mini-Anillo. 

Transmutar el oro por los bebés robados en la última dictadura militar argentina, Wotan por Perón, Fricka por Evita, los nibelungos por torturadores, las valquirias por gurkhas y otras referencias vernáculas – Pirámide de Mayo, Che Guevara y mate incluídos – entran en la categoría del típico eurotrash. Ya nada escandaliza al paciente público wagneriano pero los bebés y niños reunidos con sus padres semejan más a la conclusión de Hansel y Gretel que a la del Ocaso de los dioses

Despojadas de su magia esencial, sin la metáfora que las sostiene, con una escenografía intencionalmente precaria, así como lastimosa  iluminación y vestuario, las siete horas se eternizan al interrumpirse el fluir natural del discurso wagneriano. Es un planteo que no termina de despegar, ni de pulirse, ni “prende” en los cantantes que actúan obedientes pero evidencian falta de convicción. Así la discutible idea de Carrasco, aunque interesante y meritoria por las condiciones apremiantes, naufraga en vista de una realización prendida con alfileres.

Si el conocedor supone que algún desperfecto aqueja a su aparato pronto comprobará que los saltos abruptos no son otra cosa que los cortes infligidos a la partitura. Y este “desarreglo” de Garben es una pesadilla con la que también debieron lidiar los avezados intérpretes wagnerianos participantes. No obstante, es la interpretación musical el aspecto más relevante de la velada gracias a la férrea dirección orquestal de Roberto Paternostro y a una orquesta – la estable del teatro – que le responde estupendamente, amén de alguna que otra falla disculpable durante tan agotadora jornada.

También cumple con eficiencia el equipo vocal en su mayoría extranjero, y en este renglón tampoco se entiende por qué no hubo una mayor participación de cantantes argentinos. Solventes el Wotan del finés Jukka Rasilainen, el Loge de Stefan Heibach, la Sieglinde de Marion Ammann, el veteranísimo Stig Andersen como Siegmund, el lírico Siegfried de Leonid Zakhozhaev y Daniel Sumegi como Hunding y Hagen. Aparte de Paternostro, el elemento más sobresaliente es la Brunilda de Linda Watson de incontestable nobleza vocal e interpretativa pese algún expuesto agudo destemplado y a no parecer  muy convencida con la propuesta. Después de este tour de force, son ellos los que merecidamente reciben la cerrada ovación por parte de la audiencia.

El Colón-Ring quedará como una curiosidad que interesará a completistas y fanáticos ya que tampoco sirve como introducción al neófito: la dosis homeopática podría resultar virulenta vacuna antiwagneriana. En la sala oscura pronta a comenzar el segundo acto el enfervorizado de turno  grita «¡Viva Wagner!». El colorido exabrupto debió editarse por muchas razones, la principal es que «Viva Wagner» pero «Así no». En todo caso, la pregunta que debió formularse desde el comienzo fue sólo «¿Por qué?».

* THE COLÓN-RING, PATERNOSTRO, C MAJOR, 5 DVD