Matthias Goerne: «Elogio de la sombra»
Matthias Goerne iluminado bajo una lámpara (una luz cenital que incita a la confesión). Matthias Goerne mirando el mar por una ventana (no es el mar sino una pared). Desde ambas portadas imágenes ambiguas, pertubadoras, alertan sobre el enfoque de los últimos volúmenes de la serie Schubert que grabó para Harmonia Mundi y que reflejan el fruto de una madurez artística difícil de superar. Es un producto tan redondo como la voz del barítono alemán, un instrumento que podrá tener detractores pero que triunfa al decantar en un inabarcable abanico de sensaciones. Desazón, soledad, esperanza, anhelo, devastación son apenas algunas en esta montaña rusa liderada por el cantante y sus tres formidables pianistas. Goerne juega con el peligro, desafía a quien lo escucha, propone un laberinto que puede ser trampa y del cual es difícil salir igual que como se entró. Aquí se sale de las brasas para caer en un fuego blanco cegador. Como un felino, apela a una sedosidad y dulzura vocal engañosas que sumergen al oyente en un mundo sombrío, en absoluto tétrico, sino abismal y del que hay que remontar nadando hacia la luz, mientras quede aire en los pulmones. Amanecer, ocaso, dia o noche, un terso barniz atemporal y oscuro permea cada canción otorgándole el cariz de pentimentos.
Esta suerte de “Elogio de la sombra” merece el título del poema de Borges. Es un paseo en el que se adivina la agitada sombra del árbol, del bosque a través de la luna, el borde de la montaña o de una esquina, habitación, celda o jardín así como jugando con el agua que persigue el dibujo de la luz. El volumen VIII consta de dos compactos con treinta y seis Lieder presididos por Wanderers Nachtlied, la canción del caminante nocturno de Goethe que tan bien resume Kundera en La inmortalidad “La idea del poema es sencilla: en el bosque todo duerme, tú también dormirás. El sentido no consiste en deslumbrarnos, sino en hacer que un instante del ser sea inolvidable y digno de una nostalgia insoportable” y mas tarde remata ” …Después de su muerte se extendió el silencio y ese silencio estaba en su alma y era hermoso: era el silencio de los pájaros que callaban en la copa de los árboles. Y a medida que pasaba el tiempo se oía cada vez con mayor claridad en medio de ese silencio, como un cuerno de caza que sonase desde la profundidad de los bosques, el último mensaje del padre. Que fuera libre. Que viviera como quería vivir, que fuera adonde quería ir”
El caminante inicia el segundo disco; en el primero ya Goerne ha asestado sus dardos con An die untergehende Sonne inicial (lo cierra, inteligentísimo, con el ocaso de Ganymed), con un Auf dem Wasser zu singen tan magistral como Der Tod und das Mädchen y otras en los debe mencionarse Der Zwerg, un pesadilla en cinco minutos que hace transpirar las manos, y una lectura de Litanei ante la que es imposible no hacer un alto en el camino y respirar hondo. Goerne la lleva a un tempo lentísimo, casi ocho minutos que son una caricia piadosa revelando toda la belleza de esta pequeña obra maestra. Antológico. El piano de Helmut Deutsch en el primero y de Eric Schneider en el segundo disco son compañeros ideales, esos primeros acordes de Viola que caen como gotas de lluvia son también una revelación, apenas un indicio de lo que asoma en An den Mond y en las demás.
Hay más, mucho más, desde la íntima simpleza con que vierte Der Musensohn, Geheimes y Dass sie hier gewesen al dolor apretado en Die Liebe hat gelogen seguido por un bienvenido, necesario Lachen und weinen y la lista sigue…
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La última parada es el inmenso Winterreise, epopeya existencial en veinticuatro canciones que ya registró en dos oportunidades, hace casi veinte años en la edición integral Schubert de Graham Johnson, luego con Alfred Brendel y ahora con Christoph Eschenbach. Aquel gran acompañante de Fischer Dieskau en su paradigmático recital Schumann de los sesenta, se aparta de la dirección orquestal por Goerne y el resultado deslumbra. Desde el primer andar en Gute Nacht, el ciclo adquiere una dimensión soberana, una inmediatez y profundidad que rivaliza con las mas encumbradas versiones. Goerne y Eschenbach sostienen un duelo artístico de titanes que no conoce tregua – tampoco exento de licencias poético-musicales – donde no hay vencedores ni vencidos, donde gana Schubert; lo que ambos hacen en Irrlicht o Frühlingstraum es un ejemplo demoledor.
En este Viaje de invierno el barítono es tanto Wolfram von Eschenbach como Wozzeck, la gama que recorre va de la contemplación distante de un C.D.Friedrich a perderse en una alienada identificación con el personaje. A diferencia del volumen VIII, aquí casi no se lo siente respirar, ese jadeo característico del cantante que añade dramatismo pero que en ocasiones molesta. Sería inútil detenerse en cada Lied, cada uno forma parte de un paisaje gigantesco plasmado inmaculadamente y como parte de una experiencia total. Se sabe que después de Der Leiermann sólo queda el silencio.
Se trata de otro Winterreise esencial – «otro» porque afortunadamente hay muchos – que vuelve a consagrarlo como uno de los dos grandes liederistas de su generación en su cuerda (el otro también con G: Gerhaher). Además, presentación, notas y toma sonora de Harmonia Mundi son óptimas.
En este final de partida, tanto en ambas entregas resuenan las palabras del Elogio de la sombra, digno espejo de aquel Goethe que el argentino tanto admiraba:
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Todo esto debería atemorizarme, pero es una dulzura, un regreso.
Llego a mi centro, a mi álgebra y mi clave, a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
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* SCHUBERT, WANDERERS NACHTLIED, GOERNE, SCHNEIDER, HMC 902109.10
* SCHUBERT, WINTERREISE, GOERNE, ESCHENBACH, HMC 902107